La vida periodística y la vida

El largo y cruel invierno

La OMS debe ser "más rápida ante emergencias globales", dice su director general

La OMS debe ser "más rápida ante emergencias globales", dice su director general

Juan Cruz Ruiz

Fortecortín forte fue el primer medicamento de aquel largo y cruel invierno que terminó oficialmente este último viernes. Era noviembre de 2020, helaba dentro de la habitación del hotel de Guadalajara, México, y no había manera de atenuar la refrigeración de la habitación en la que el asma y la tos anunciaban males peores. Un médico local, alertado por los recepcionistas, vino al cuarto e hizo una receta, pero añadió un consejo: «Vuelva a su país si quiere curarse pronto». Él consideraba que el asma empeoraría, porque ya se había agarrado a los pulmones, y era imposible que mejorara antes de un viaje de vuelta que estaba previsto pero que quizá no podría hacerse si me entraba la fiebre.

No había entonces señales de que aquel inmenso invierno que vendría en marzo se convirtiera en el peor azote que la humanidad iba a conocer al menos desde un siglo antes. En Madrid el médico ratificó el mal, que avanzaba en forma de resurrección del asma crónica. No era nada del otro mundo, entonces, pero había que atajarlo, y no había otro medicamento que el Fortecortín Forte para atenuar el enorme frío que se había metido en los pulmones. Debió recetarlo por teléfono, a través de mi mujer, porque el enfermo no podía articular palabra al regreso del largo viaje, que también fue mucho más que un peligro, un enorme riesgo.

Al cabo de los días la medicina hizo su efecto, pero el cuerpo seguía teniendo miedo al aire, los pies fríos, las manos frías, la calle aterida de Madrid. La enfermedad, es decir, lo que queda en el cuerpo después del miedo, estaba ahí, latente, como si el viejo tiempo del pavor a no respirar hubiera regresado al cuerpo como un mensaje interminable. Interminable. La consecuencia de las enfermedades bronquiales se ve venir si has sido asmático muchos años antes, desde la infancia, y ahí estaba el pavor, ejerciendo su inclemencia cada vez que una rendija dejaba pasar el frío a la habitación y a la cama, y los pies, las manos, hasta la frente, denunciaban el frío y por tanto la probable recaída.

Luego vinieron marzo, las amenazas de encierro y el encierro. España, el mundo, la vida se cerraron a piedra y barro, como se decía en casa y en mi infancia. Empezó el largo y cruel invierno que, oficialmente, acabó este último viernes de abril, cuando el sol despertaba en todas partes como una lluvia de alegría. El recuerdo fue en seguida para esos siete millones de muertos que, desde aquel marzo, fueron llenando de luto el interminable recuento de hospitales y de casas, donde lo inevitable parecía una amenaza que no tendría fin. En medio de aquel sonido sin música que eran la enfermedad y la muerte escuché una vez en la televisión el nombre de aquel medicamento, Fortecortín Forte, que me había recetado tiempo atrás, en diciembre, el doctor Héctor González de la Cruz, mi médico desde hace tanto tiempo.

Meses antes, probablemente, la vida, el frío, aquel solar helado que era la habitación refrigerada de Guadalajara, habían amenazado el pulmón debilitado y me habían puesto en el peor riesgo si no hubiera sido porque, al volver, los síntomas le habían aconsejado al médico el uso de un medicamento que luego serviría para mitigar o curar la pandemia que vino como una señal de peligro oscuro en el mes de marzo y en los meses y años siguientes. En el largo y oscuro invierno que acaba de terminar.

Hubo otros medicamentos, claro, miles de ellos, nuevas invenciones, vacunas que fueron decisivas, remedios de todo tipo, y hubo llantos colectivos, peligros que no han sido eliminados del todo, la humanidad amenazada, de un lado al otro de los calores o de los fríos, de los inviernos, de las primaveras, de los veranos, del inclemente otoño, hasta completar tres años de incertidumbre, resignación o lucha. Hasta este viernes.

Un amigo mío me contó por teléfono hace unas semanas que aun en este momento él padeció el temible covid, era como un soldado japonés batallando después de que la guerra hubiera terminado. Es posible que la guerra real, la definitiva, no haya terminado, e incluso que no termine nunca, pero es evidente que ahora vamos sin mascarilla, que se han relajado los tiempos en los aviones y hasta en las iglesias o en los autobuses, pero aun siguen en las consultas de los médicos, en las farmacias, y seguramente se acabarán ahora que la OMS ha levantado la señal de peligro, pero por mucho tiempo ese largo invierno nos tendrá con el miedo en el cuerpo.

Eso, el miedo, fue lo primero que entró en las casas y viajó a los hospitales, a las colas de las vacunas, a las sospechas sobre la enfermedad que nos pudieran contagiar. En las casas donde nos refugiamos el miedo fue el habitante secreto, que se instaló con nosotros, en nuestras neveras y en nuestras camas, en las comidas que llegaban a la casa, hasta en las noticias de los telediarios el miedo era como una señal, una amenaza en las palabras de los políticos que nos alertaban del peligro, en los doctores que, enviados por los ministerios, aconsejaban lo que había que hacer, lo que no debíamos hacer. El mundo, y nuestras casas, estaban llenos de señales de peligro, y los individuos, yo mismo, aquellos que teníamos una enfermedad crónica, los que creíamos que éramos inmunes porque ya habíamos tomado los medicamentos que nos habían sido aconsejados, sabíamos también que cualquier gesto del aire iba a ser una amenaza mortal, un fin de la partida.

Fue un largo y cruel invierno. Ahora hay siete millones de certidumbres que nos transmiten el horror que ha sido esto. Ha sobrevivido parte de la humanidad, pero una enorme estadística triste precede a la noticia que ha dado la OMS, que se acabó aquel horror. El recuerdo es una señal del pasado, pero el pasado, el dolor del pasado, es memoria invencible, dolorosa, y ese largo invierno de hielo que nos hizo seres vulnerables, asustados y tristes, no acabará nunca en el corazón de los que han sufrido los resultados de la horrible amenaza.

No olvidar es un modo de honrar a los que no están, a los que sufrieron el horrible frío que parecía una bruma y fue un volcán que ahora acaba, después de una serie inacabable y cruel de horrorosos marzos helados.

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