Observatorio

Lo incomprensible y lo inexplicable

Varios agentes de la Policía estadounidense en una imagen de archivo.

Varios agentes de la Policía estadounidense en una imagen de archivo. / EFE

Joan Cañete Bayle

Dicho sin alardes ni adjetivos, escrito en un simple sujeto, verbo y predicado, uno se hace mejor la idea de lo que ha sucedido en Badalona: una niña de 11 años fue violada en los lavabos de un centro comercial por un grupo de menores y ella y su familia han abandonado la ciudad tras recibir amenazas de muerte por parte de los presuntos agresores. Si a ello se le añade que los agresores están en libertad, y que tres de ellos son menores inimputables penalmente, se entiende la enorme indignación e incomprensión que ha generado el caso. ¿Cómo no indignarse? La víctima debe irse; los agresores no solo agreden, sino que al parecer amenazan y amedrentan; tres de ellos no pueden ni siquiera ser juzgados. A ver quién lo entiende, a ver quién lo explica.

Estas zonas incompresibles e inexplicables se acaban convirtiendo en charcas putrefactas en las que chapotean, crecen y se reproducen populismos y extremismos de todo tipo. Más aún si suceden en barrios con problemas de exclusión social y si están implicados colectivos que sufren pobreza, discriminación y racismo, entre otros tipos de violencias. A la indignación por lo incomprensible y lo inexplicable se le suman profundos problemas estructurales. Nada se sabe oficialmente sobre el origen étnico de los agresores de Badalona (de ninguno de los casos, porque ha habido más de una violación grupal vinculada al centro comercial Màgic), pero toda la ciudad va llena sobre el colectivo al que pertenecen agresores y víctimas y sobre los barrios de donde proceden los presuntos violadores.

Aquí se produce una primera disonancia que alimenta la charca. Hace tiempo que fuerzas de seguridad, autoridades y una mayoría de los medios de comunicación tratan con mucha precaución la información sobre el origen étnico de los implicados en sucesos, desde violaciones hasta las ocupaciones de viviendas y las estadísticas de criminalidad. La razón es encomiable: se trata de evitar la estigmatización de colectivos y de no echar gasolina al fuego del racismo para no hacer peligrar la convivencia. Pero este apagón informativo tiene daños colaterales, como por ejemplo se vio en el fenómeno de los llamados menores no acompañados. Cuando se genera un problema de convivencia, todo el barrio o la ciudad sabe quiénes son los implicados mientras las autoridades y los medios de comunicación guardan silencio. Lo que es una política de prudencia se convierte a ojos de muchos, legítimamente indignados, en una política de ocultación y de protección, en una capa de impunidad buenista con la que se protege a un colectivo solo porque «son de fuera».

Buenismo es la forma con la que se suele denigrar la mirada compleja, integral, a medio y largo plazo, a problemas complejos. Como buenistas se descalifican las políticas que sostienen que la convivencia se construye ladrillo a ladrillo ayudando a los desfavorecidos, afrontando las desigualdades estructurales, fomentando el conocimiento entre comunidades. Como buenista se desacredita poner el foco sobre los derechos (de los menores, a la vivienda, etcétera) y sobre las medidas educativas por encima de las punitivas, más escuela pública y menos código penal, que diría aquel. De buenista se tacha a quien ante un acto de violencia concreto teje explicaciones complejas y habla de violencias estructurales.

El problema –creciente, grave– es que, ante la brutalidad de la realidad descrita en un simple sujeto, verbo y predicado las miradas complejas no son capaces de ligar una respuesta. Y eso abre una autopista para las respuestas simples, brutales, eslóganes y frases henchidas de populismo. Igual que se habla tanto de buenismo hay también un malismo que cada vez goza de mejor prensa, gente sin complejos se autodenominan para ocultar un viejo rostro pardo que conocemos muy bien. Lo alimentan una realidad social sometida a tensiones de todo tipo en vertiginoso cambio que plantea retos complejos y los errores de quienes creen que proteger es ocultar, que informar es señalar y que de la opacidad puede surgir luz.

Callar lo que todo el mundo sabe cuándo se da una situación injusta, incomprensible e inexplicable hace tiempo que resta más que suma. Igual un camino es que la mirada a la complejidad se ponga las gafas de individuos, personas, con derechos y deberes, y no tanto de colectivos e identidades. La transparencia siempre suele ser recomendable.

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