Observatorio

Inteligencia artificial y natural ignorancia

Inteligencia artificial y natural ignorancia

Inteligencia artificial y natural ignorancia

Humberto Hernández

Humberto Hernández

La inteligencia es el intelecto; y este, el entendimiento, es decir, «la potencia del alma en virtud de la cual concibe las cosas, las compara, las juzga, e induce y deduce otras de las que ya conoce» (1.ª acepción del Diccionario académico). Memoria, entendimiento y voluntad, estudiábamos en las clases de Filosofía, son las tres potencias del alma; facultades diríamos, si adecuamos el léxico a la lengua de hoy, que se sitúan en un contexto educativo en el que la Filosofía, como otras disciplinas de las que se incluyen en el denominado ámbito de las Humanidades, apenas tiene reconocimiento ni espacio en los currículos. Aunque de poco vale esta lingüística precisión sobre el concepto «potencia del alma» en unos momentos en que la memoria, esa facultad por la cual se retiene y recuerda el pasado, va perdiendo interés en la sociedad y en la educación, que los márgenes que nos dejan los innumerables reglamentos (normas, decretos, leyes) para hacer uso de nuestra capacidad volitiva son mínimos, y que la inteligencia, o el conocimiento, se ha convertido en un valor tan poco reconocido que está siendo superado (¡oh, terrible ironía!) por el peor de los males: la ignorancia.

Estamos viviendo un imparable progreso hacia la imbecilidad, dice Antonio Muñoz Molina, y en este proceso nos encontramos ya en la tercera fase: «La ignorancia ya no se disimula, ni se muestra sin complejo: ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, los expertos, los tediosos, los exquisitos, los avinagrados. Ahora la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio, la determinación de pasar por encima de los escrúpulos del conocimiento y de las normas y las garantías de la legalidad» (La edad de la ignorancia, en El País, 12/11/2022).

Ya había percibido el semántico desvío en algunos usos de la voz «inteligencia», como en el ostentoso nombre de Centro Nacional de Inteligencia con el que se denomina a la institución que alberga los «servicios de información que los países utilizan para conocer con anticipación los planes tácticos del enemigo»; o los servicios de la «organización secreta de un país para dirigir y organizar el espionaje» (y estoy utilizando definiciones de diccionarios). «Planes del enemigo» y «espionaje» me parecen conceptos tan antagónicos con lo que muchos entendemos por «inteligencia» que solo se explicaría como un manipulado uso eufemístico orientado a ocultar las inconfesables funciones de tan siniestra organización. (Muy relacionado este eufemismo, por cierto, con el de «autor intelectual de un atentado», que tanto se utilizó en otros momentos). Es lamentable que hoy el sustantivo «inteligencia», por sí solo, evoque más a estos turbios servicios secretos que al «conjunto de intelectuales de un país» o al «conjunto de ideas y valores de ese país o de cualquier comunidad».

Y es precisamente en este momento de extrema ignorancia e interesada manipulación del lenguaje cuando se produce la extraordinaria eclosión de la llamada «inteligencia artificial».

Yo creí que con este sintagma se hacía referencia a una rama de la informática que se ocupaba de crear programas que ejecutaran operaciones muy complejas, o a la máquina que tuviera la capacidad de realizar esas funciones en colaboración con la inteligencia humana, para ayudarnos a economizar tiempo y energías que podríamos dedicar a otras actividades más creativas, lúdicas y liberadoras. Lo que hace, ni más ni menos, el programa informático que me permite ahora escribir este texto ahorrándome el tiempo que otrora hubiera dedicado a cargar de tinta la estilográfica, afilar los lápices, usar la goma de borrar o el típex por tener que hacer correcciones o para localizar documentos en los atestados estantes de mi querida biblioteca, de la que por nada del mundo querría desprenderme, a pesar de los indiscutibles progresos informáticos. Pero al parecer no es solo eso: ya hay quien le atribuye a la inteligencia artificial la capacidad de pensar y sentir como si se tratase de una potencia del alma, y nos advierten de los riesgos que supondría que las máquinas nos superasen.

Me cuesta, de verdad, aceptar que un inánime sistema o un exangüe mecanismo adquiera la cualidad de rivalizar con mi capacidad creativa, que compita conmigo en la expresión de un sentimiento o en razonar con la «lógica surrealista» (no sé si los filósofos validarán el oxímoron) de mi humana capacidad de abstracción. Por lo pronto, le he planteado un sencillo reto a la infalible inteligencia artificial (ChatGPT) con resultado favorable a la natural de mi modesto intelecto. Así, siguiendo con el asunto de los acentos de mi artículo anterior (Poniendo el acento en los acentos, El Día / LA PROVINCIA, 7/5/2023), le pregunté por la oportunidad de acentuar gráficamente el adverbio «solo»; su respuesta fue que sí, «para evitar la ambigüedad»; rotunda pero contraria a mi criterio, que seguiré defendiendo con razones lingüísticas que considero irrefutables; y hasta ahí podría aceptar la respuesta de una inteligencia artificial partidaria de unas normas de acentuación obsoletas e inmovilistas. Pero insistí con esto de las tildes diacríticas para saber qué decía, esta vez, sobre si tildar o no el adverbio «seguro», que, como se sabe, también puede ser adjetivo («tengo un trabajo seguro»= 1. sin riesgos ni peligros o 2. con total certeza de conseguirlo): he aquí la respuesta: al igual que en el caso del adverbio «solo», la tilde diacrítica en el adverbio «segúro» también es necesaria para dar claridad al mensaje que se quiere transmitir. Y se despacha luego con un incompresible razonamiento. También le pregunté que si la palabra «desinquieto» usada en Canarias era incorrecta: el programa respondió sin dudarlo que es una palabra no reconocida por la RAE, por lo que se considera «no estándar» (¡!), si bien en algunos lugares como en las Islas Canarias se utiliza como sinónimo de «tranquilo» o «calmado»(¿?): ¡adiós Ortografía!, ¡fuera diccionarios! Si así va a resolver nuestras dudas la inteligencia artificial, mal andamos. Y ya no seguí con más preguntas, convencido de que el programa informático privilegia lo cuantitativo frente a lo cualitativo, y esto, desde luego, no es siempre una decisión muy inteligente.

De todos modos, aunque hay que agradecer estos recursos complementarios para resolver cuestiones de otra índole, sí creo que la inteligencia, la nuestra, la natural, habría que dedicarla no solo a alimentar bases de datos y a elaborar programas informáticos que nos sustituyan, sino a demostrar que somos seres insustituibles y que para mantener esta condición que nos diferencia de las máquinas ―y de los otros animales tendrían que mejorar las condiciones para que esto pueda suceder así, y no hay otra manera de conseguirlo que mediante una educación bien orientada y con los suficientes medios, humanos y materiales, para mejorarla. Porque lo que muchos percibimos, a pesar de los constantes cambios en el sistema educativo, es que la situación va a peor.

La formación del profesorado en general y, fundamentalmente, en las áreas en las que su finalidad es principalmente la docencia deja mucho que desear, como en los estudios de Magisterio y en los másteres de Educación y de Formación del Profesorado. Según he oído, desaparecerán de estos estudios universitarios las asignaturas en las que se impartían conocimientos, que serán sustituidas por unas didácticas de no se sabe qué. De forma particular, me preocupa la supresión de la asignatura de Lengua Española, cuyo lugar será ocupado por una «Didáctica de la Lengua» impartida por profesores universitarios a los que no se les exige formación filológica. Y no es aislada esta queja de docentes en ejercicio: «Entre los males de nuestro sistema está la proliferación de unos presuntos expertos que, usando un discurso vacío, están empeñados en intervenir en la formación de los docentes». (Ricardo Moreno Castillo, Algunos males del sistema educativo, El País, 3/12/2008).

Antonio Muñoz Molina incide en estos problemas que afectan a la Educación, el cambio apresurado y constante de las leyes educativas, «que desorienta a los profesores en su trabajo, y los somete muchas veces a una desoladora confusión, agravada siempre por nuevas y más retorcidas formalidades de papeleo digital y por un lenguaje en gran medida incomprensible». Agravado todo ello por la jerga psicopedagógica-administrativa que brilla en todo su absurdo: «habilidades personales e interpersonales», «enfoque competencial», «intensificación curricular», «elementos esenciales constructores de los géneros», «acciones dirigidas a la transformación de las condiciones socializadoras existentes desde una perspectiva crítica de género», «planificación de textos escritos y multimodales básicos», «evaluación sumativa», «situación de aprendizaje» (En situación de aprendizaje, El País, 4/3/2023). ¿Podrán los responsables de estos engendros leer tantas críticas sin sonrojarse?

Tampoco los alumnos quedan libres de las críticas. Así, para Javier Marías, por ejemplo, la situación de prevalencia del alumnado frente a la autoridad del profesor fueron las causas que lo llevaron a desertar de su profesión docente. Y lo justifica el ilustre escritor y académico con las siguientes razones: a) porque el profesor, en clase, es el último mono; b) porque es él quien debe temer el juicio de sus alumnos, mucho más que a la inversa; c) porque es él quien ha de medir cada palabra que pronuncie, a fin de no herir ni ofender a nadie, mientras que los alumnos pueden llegar a insultarlo, sin consecuencias; d) porque son estos quienes, con no se sabe qué autoridad ni conocimiento, opinan sobre el dominio de su profesor sobre la materia, más que a la inversa; e) porque el docente tiene prohibido prohibir, no así el alumno; y f) porque este, en la práctica, tiene derechos pero no deberes, y aquel muchos deberes pero apenas derechos. (McDocencia, El País, 31/3/2002). Es probable que estas conclusiones pudieran considerarse un tanto extremas y que estarían reflejando el resultado de una mala experiencia; sin embargo, también creo que no andan tan lejos de la realidad.

El profesor, filósofo y escritor Nuccio Ordine, tanto en su libro La utilidad de lo inútil (Barcelona, Acantilado, 2013, 1.ª ed.) como en muchos de sus artículos, manifiesta estar en total sintonía con las opiniones aquí expresadas, y algo de razón ha de tener cuando se le ha concedido el Premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2023, precisamente por su compromiso con la Educación y por la defensa del humanismo para las nuevas generaciones.

Muy mal haríamos en no compartir el criterio del jurado, constituido por reputados intelectuales, que lo propuso para tan elevado galardón.

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