Observatorio

Detentar el poder

Es también en estos periodos electorales y postelectorales cuando repentinamente se reaviva el interés por utilizar un lenguaje inclusivo

Un hombre vota en las últimas elecciones.

Un hombre vota en las últimas elecciones. / EFE

Humberto Hernández

Humberto Hernández

Como en todos los momentos postelectorales, sobre todo si se producen cambios importantes en los partidos e ideologías que habían concurrido a los comicios, van a adquirir mayor frecuencia de uso palabras como pactos, acuerdos, coaliciones, mayoría, grupos parlamentarios, partidos bisagra, y el uso exagerado de un forzado lenguaje políticamente correcto, centrado sobre todo en la profusión de eufemismos y en la llamada inclusividad. Ante esta avalancha de términos de la política, espero, por lo menos, que no adquieran nueva vigencia el pucherazo ni el filibusterismo, pues será prueba de que las cosas se han hecho bien. Como también confío en no tener que oír hablar de pesebres o echaderos (canarismo, por cierto, bastante transparente) por tener que pagar inconfesables favores a quienes voluntariamente decidieron en su momento dedicarse a esta actividad de la política y que ahora han dejado de ejercerla.

Después, una vez distribuidas las responsabilidades y las áreas de gobierno, vendrá la designación de las personas que las ocuparán; y, ahora, ya conviene hacer otra observación de índole lingüística, puesto que de muchas de estas personas no se dirá que van a desempeñar su cargo, como es de esperar, sino que lo van a detentar o que van a ostentarlo. Verbos estos, detentar y ostentar, que tal vez supongan para el hablante la posibilidad estilística de poder contar con alternativas sinonímicas al tan trillado desempeñar; habrá, incluso, quienes piensen que estas voces realzarán la importancia del cargo. Seguro que en los próximos días leeremos y oiremos que fulano detentará el Ministerio (o la Consejería) de Hacienda y que mengano será quien ostente la cartera de Educación.

En realidad, no tendría que haber tanto problema con la elección del verbo apropiado, ya que tanto los cargos políticos como los administrativos se desempeñan, se ejercen o se ocupan, por muy normal que parezca esta acción, pues tal desempeño o ejercicio no debe entenderse como algo extraordinario, antes bien se trata de un compromiso ―importante, sí, pero compromiso― dentro de la normalidad democrática. Por esa razón, nunca he entendido la exultante alegría, la enorme satisfacción, las grandes celebraciones de quienes, después del escrutinio en unas elecciones, han resultado elegidos. Y he dicho elegidos, que no ganadores.

Detentar el poder.

Detentar el poder. / Pablo García

Ejercer, desempeñar u ocupar, y no detentar un cargo, pues este último verbo significa «retener y ejercer ilegítimamente algún poder o cargo público»; así, detentará un cargo, el poder o la autoridad quien ha accedido a ellos tras un golpe de Estado, por ejemplo. Hecha esta precisión semántica es posible que, en adelante, ningún elegido incurra en este error. Aunque no andarán muy errados quienes decidan optar por el verbo ostentar («Ostenta la Consejería de Cultura»), que hasta hace bien poco solo se le reconocía el sentido de «Hacer gala de grandeza, lucimiento y boato»: ya los diccionarios han terminado por registrar un valor próximo al de desempeñar, el de «ocupar un cargo que confiere autoridad, prestigio o renombre». Yo no recomendaría, de todos modos, el uso de ostentar para el desempeño de cargos públicos, por las connotaciones de presunción y vanidad que aún se asocian al verbo.

Es también en estos periodos electorales y postelectorales cuando repentinamente se reaviva el interés por utilizar un lenguaje inclusivo y evitar la discriminación sexual evitando el masculino genérico: «ciudadanas y ciudadanos», «españolas y españoles», «canarios y canarias», «trabajadores y trabajadoras». Seguro que quienes en mítines y debates emitían mensajes plagados de estos dobletes dejarán de hacerlo para volver al genérico «ciudadanos», «españoles», «canarios» y «trabajadores». Y como ya he dicho en otras ocasiones, hay situaciones en las que es preciso hacer mención de los dos géneros, u optar por otras soluciones, pero siempre dentro de las posibilidades que nos brinda la gramática, como, por ejemplo, el uso de quien y quienes, en lugar de el que o los que; la clase política, en vez de los políticos; o las personas mayores, en lugar de los ancianos (Vid. mi artículo «Con la venia de sus señorías», El Día / La Provincia, 05/07/2021). Porque nadie tiene autoridad para dictar normas contrarias a la gramática, y nadie, ninguna persona o corporación tiene autoridad para legislar sobre la lengua. La lengua es de la comunidad que la habla, y es lo que esta comunidad acepta lo que de verdad «existe», y es lo que el uso da por bueno, lo único que en definitiva «es correcto», dice Manuel Seco en su Gramática esencial del español.

Podríamos considerar, de este modo, que los dobletes no suponen un atentado contra la gramática, a pesar de lo cansino de la repetición, por lo que lo normal, por ahora, es utilizar el recurso del masculino genérico. Había en mi Facultad una Sala de Profesores que nos acogía a todos, mujeres y hombres; y todos los años terminan sus carreras un conjunto de graduados, de estudiantes, conjunto constituido, por supuesto, por mujeres y hombres, por alumnos y alumnas, y no parece necesario que en aras de la inclusividad haya que acudir al recurso del doblete para nombrarlos. Para evitar utilizar el masculino genérico «los profesores», el lugar de reunión de los docentes de mi Facultad ha pasado a llamarse «Sala de Profesorado», y para «los alumnos» (inclusivo, por supuesto) se está imponiendo el uso del colectivo alumnado o estudiantado, incluso cuando se refiere a uno solo. Profesorado, en lugar de profesor y profesores, y estudiantado, en lugar de alumno y alumnos, como he leído en un reciente Reglamento de Evaluación de la ULL (aún borrador); estas son algunas perlas: «para que el estudiantado pueda optar a la evaluación única…» (¿todos los alumnos o el alumno afectado?); «iniciada la prueba no se permitirá al estudiantado la entrada al lugar de realización… (¿a todos los estudiantes o solo al que no ha llegado a su hora?); «El abandono del recinto implicará la finalización del examen, que ha de ser entregado por el estudiantado al profesorado» (sin comentarios). Obsérvese que se ha acudido a los colectivos estudiantado y profesorado para rehuir a alumno y profesor (yo hubiera preferido que se utilizaran los dobletes antes que este recurso agramatical). También, observo, que no se habla del «coordinador de la asignatura», ni del «decano» o del «director», sino de «la persona encargada de la coordinación»; «la persona responsable del decanato o dirección del centro», perífrasis que alargan innecesariamente el enunciado.

El sufijo –ado, da, tiene entre otras funciones formar sustantivos que designan un conjunto, por lo que estudiantado por estudiante o profesorado por profesor es un disparate gramatical que alcanza dimensiones extraordinarias, a mi modo de ver, sobre todo cuando se producen en el mismo seno de la institución universitaria. El masculino, recordémoslo, es el género que se emplea para referirse a los individuos de ese sexo, y, en los contextos apropiados, para designar la clase que corresponde a todos los individuos de la especie sin distinción de sexos, que es lo que dice la gramática que nos hemos dado todos. Ni que decir tiene que hay que hacer mención de los dos géneros cuando existe la posibilidad de que un sexo pueda resultar excluido («La Sanidad es un asunto de médicos y médicas, enfermeras y enfermeros, limpiadoras y limpiadores»). Por eso, no he encontrado ninguna señal de asentimiento ni de normalidad cuando he mostrado el siguiente titular de prensa aparecido en los días pasados: «La Escuela de Enfermería del Hospital de La Candelaria gradúa a 45 enfermeras». Todos los consultados se han hecho la misma pregunta: ¿pero es que todas eran mujeres? Pues no, se trataba de graduados y graduadas, aunque los responsables de la titulación han decidido, armados de una autoridad que no les corresponde, contradecir otra norma gramatical.

Es posible que en el futuro las normas cambien (la gramática lo hará siempre muy lentamente y nunca por imposición), pero los cambios habrán de venir siempre desde abajo y de acuerdo con las posibilidades que brindan las reglas internas de la gramática, lo que los lingüistas llamamos «sistema lingüístico», y, seguro, estarán dentro de las posibilidades del sistema aquellos cambios que no se rechazan y no nos sorprenden: ¿quién se ha opuesto a los numerosos femeninos que se refieren a profesiones? (hasta miembra y portavoza llevan camino de normalizarse, pero se rechazaría miembre), ¿o a los neologismos elaborados de acuerdo con los mecanismos que nos ofrece el sistema, como, por ejemplo, micromachismo, glotofobia o edadismo?

Y, si seguimos estas pautas que el sistema nos permite para que la lengua continúe por la senda adecuada en su proceso evolutivo, estaremos asegurando el consenso idiomático y alejándonos del autoritarismo de quienes intentan hacerlo por imposición, detentando una autoridad que ni ellos ni nadie puede de ninguna manera ostentar.

«El bien hablar no es común ―escribió Fray Luis de León―, sino negocio de particular juicio», y esta cualificada opinión harían muy bien en atenderla quienes se creen autorizados para imponer normas por encima del criterio de los únicos legitimados para hacerlo, que son (somos) nada más ni nada menos que unos quinientos millones de personas. Por ahora.

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