Observatorio

Maguas de un verano feliz

Las horas del verano

Las horas del verano

Humberto Hernández

Humberto Hernández

Dice Héctor Abad Faciolince en unos de los pasajes de su formidable El olvido que seremos que la nostalgia es un sentimiento empalagoso que contamina a la memoria, inútil, dulzón y dañino para vivir el presente. Y no contradeciré yo la pesimista perspectiva de mi admirado escritor colombiano, pues cada uno es dueño de sus sentimientos y puede asimilarlos e interpretarlos como mejor le plazca, aunque nunca para regodearse en la tristeza de los malos momentos, pero sí para evocar aquellos otros que tan felices nos hicieron y disfrutar de la satisfacción que debería producirnos el hecho de haber tenido la oportunidad de vivirlos en su momento. Y nada mejor que las palabras para hacer efectivo este milagro de la memoria y del lenguaje.

Por eso, la nostalgia se siente como morriña o saudade en zonas del noroeste peninsular y, aunque con indudable ascendencia portuguesa, en Canarias la hemos rebautizado con la voz magua, palabra, por cierto exclusiva de nuestro atlántico dialecto: «Pena, lástima, desconsuelo por la falta, pérdida o añoranza de algo, o por no haber hecho una cosa que hubiera redundado en beneficio propio», así la define el Diccionario básico de canarismos de la Academia Canaria de la Lengua.

Desconsuelo por no haber hecho algo que nos hubiera causado gran alegría y satisfacción: maguas de no poder seguir ejerciendo la docencia tras una forzosa jubilación poco jubilosa; incluso maguas por sucesos más lejanos cuyo recuerdo perdura. Yo, por ejemplo, aún siento maguas de no haber aprovechado más aquellos playeros veranos de mi infancia y mi adolescencia; de no haber conocido mejor las tradiciones y experiencias de los viejos pescadores que ya, lamentablemente, no están para contarlo.

Maguas por ver ya remota la posibilidad de navegar en aquellas barcas de pesca con sus leitos (cubiertas triangulares en proa y popa) cuyos remos encajaban en pequeñas estacas situadas en las bordas y que denominábamos toletes: no conocíamos la voz escálamo, tan antigua en la historia de la lengua como poco usada en nuestro español de hoy.

Las panas, las tablas levadizas que constituían el suelo de aquellas barquillas, fueron adelantados precursores de las tablas de surf, que aún no se conocían en nuestro pequeño mundo, y con ellas sebábamos, otro canarismo, como hawainos surfistas sobre las crestas de las olas.

Y pulpeábamos y cangrejeábamos con bicheros, fijas y fatejas. Para la pesca nocturna de pulpos, cangrejos y morenas utilizábamos un farol de petróleo, la candileja, que poco tenía que ver con la así llamada en áreas del español castellano. En la pesca nocturna de mayor calado era imprescindible el petromax, lámpara de petróleo también pero de mayor tamaño y más sofisticado (su nombre procede de la lexicalización del nombre propio de su inventor).

Prolijo sería enumerar las distintas denominaciones de los pejes que solíamos pescar con cañas (cañas de caña) en la punta del muelle, utilizando como carnada (desconocíamos cebo con esta acepción) una lombriz marina que enfundábamos en el anzuelo, las miñocas. Si era preciso, antes de comenzar la juvenil faena, con el objeto de atraer la pesca se utilizaba el engodo, algún tipo de pescado machacado y mezclado con otros ingredientes que se echaba al mar: así los engodábamos; verbo que, por cierto, ha desarrollado otros significados en nuestro dialecto, como el de «tratar de ganar las simpatías o favores de alguien mediante atenciones, mimos, promesas o lisonjas», como se define esta voz el en Diccionario básico de canarismos (un sinónimo próximo de engatusar).

No nos interesaban mucho las medusas, que de todas las especies las había, hasta la más dañina y venenosa, la conocida en el libro de texto como la carabela portuguesa, que invadía en cierta épocas nuestra playas, pero a todas designábamos con la misma denominación: aguasvivas. Ortiguillas llamábamos a las anémonas de mar, que formaban una especie de manojo de fideos, y vivían fijas en las rocas de los charcos y en los bajíos, aunque el escozor que provocaban al rozarlas no era comparable con el efecto de la picadura de las aguasvivas. Y no teníamos conocimiento alguno de las posibilidades gastronómicas de la holoturia o cohombro de mar, pero sí que nos llamaban la atención por su forma y su manera de reaccionar cuando la molestábamos; lo curioso es que no sentíamos inadecuada la fálica denominación con que los conocíamos: pingaburro (o pinga de burro). Hoy, no sé si por eufemismo o por mejor semejanza metafórica, también se les conoce como pepinos de mar.

En el que fue mi querido pueblo pesquero de mis eternos y plácidos veranos apenas es posible encontrar en los fondos de las forzadas aguas calmas, artificialmente reprimidas por muelles y escolleras de las naturales corrientes de las mareas, de sus flujos y reflujos, aquellas especies marinas, aquellas actividades, aquellas realidades; por eso nuestros jóvenes hoy no pescan en la punta del muelle, ni seban olas con las panas de los barcos e ignoran lo que es un petromax y no distinguen una fija de un bichero ni un ancla de un rozón.

Me he sentado en una terraza próxima al mar a tomarme un refrigerio, pero no me ha llegado el olor de la maresía ni el rumor de los pescadores en sus tareas artesanales. Y me quedé completamente maguado cuando observé que el camarero que me atendió se expresaba en un deficiente español con inconfundible acento italiano; y en las mesas de al lado se hablaba alemán, ruso, inglés… No reconocí a mi pueblo con el acento y las costumbres de esa gente.

Paradójicamente, irónicamente, en las paredes de un moderno aparcamiento en la moderna plaza de mi pueblo –plaza sin iglesia, claro– se exponen de forma permanente unas enormes fotos que me retrotraen a aquel feliz pasado de los eternos y plácidos veranos; y se reproducen imágenes de los pescadores con sus barcas, de la vieja fábrica de conservas, de las caletas y caletones con sus basálticas figuras (guenajona, la camella, el bufadero…), y una enorme foto de una plaza ya desaparecida, esta vez sí con iglesia.

Qué extraña manía la nuestra: destruir la natural y atractiva realidad para devolvérnosla en forma de cinematográfico cartel de una vieja película, en blanco y negro, que ya es imposible reproducir.

Y para no cerrar este artículo en tono tan pesimista, sugiero a los que tengan la posibilidad de pasar estos días de verano en zonas costeras de nuestro Archipiélago que traten de indagar hasta qué punto se mantiene nuestro tradicional entorno. Podría, por lo menos, extraer una moraleja de cuanto he venido diciendo: porque las maguas por haber perdido algo del pasado puede ser un buen motivo para intentar reivindicarlo.

A pesar de todo, feliz verano.

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