Isla Martinica

Luna llena sobre Dublín

A Ígor y Ana

Bien es verdad que Simone Weil escribió que lo impersonal es lo universal, lo que habría de conservarse a toda costa. Sin embargo, hay lugares singulares en los que la lección de la francesa se invierte. Sitios mágicos donde lo personal llega a erigirse en definitorio de la realidad. Uno de ellos, y a buen seguro que convendrán conmigo en la elección, es la Toscana, pero también existen puntos en el lado opuesto del continente en los que el alma de un pueblo se sintetiza en el ser humano que se presenta ante uno. Y, por esta razón, por la misma rareza del fenómeno, cobra mayor relevancia. En tal caso, la Irlanda de los duendes y el arcoíris reclama para sí el puesto que en justicia le corresponde en el parnaso de los países donde la humanidad se cotiza al alza.

Si esto es así cualquier día del año, imagínense cuando cae la noche bajo el peso de la luna llena. Sentir su poderoso influjo, en el Dublín de Joyce o Wilde, supone entender muchas cosas de los habitantes de la ciudad, tanto como de la isla al completo. Incluso puede llevar a nuestro afán romántico a un constante pulso, no menos que a exponerse a los desafíos de una imaginación desbocada.

Al abrigo de la espléndida luna de agosto, tuve la sensación de que alguien me acompañaba en mi paseo por Merrion Square, esa esquina privilegiada entre el Trinity College y el St. Stephen’s Green Park. Fue tan sólo un momento, pero una sombra alargada parecía indicarme el camino a seguir. Llegando al cruce con la National Gallery, la compañía cesó y todo volvió a la normalidad justo en el instante en que me di de bruces con la estatua de Oscar Wilde, que extrañamente sonreía al paseante, susurrando apenas unas palabras: «Laughter is not all a bad beginning for a friendship, and it is far the best ending for one».

Juro que volveré a Irlanda, donde el corazón de un pueblo late al ritmo de una irrefrenable pasión por la vida. Así sea.

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