Objetos mentales

La derrota de la claridad y el entendimiento

El presidente del EBB de EAJ-PNV, Andoni Ortuzar, interviene durante la celebración del Alderdi Eguna

El presidente del EBB de EAJ-PNV, Andoni Ortuzar, interviene durante la celebración del Alderdi Eguna / Carlos González - Europa Press

Antonio Perdomo Betancor

Antonio Perdomo Betancor

Unos usan la lengua para comunicarse, para pensar el mundo, o simplemente para vivir, y otros usan y piensan la lengua como un batallón de infantería. De hecho, hay organizaciones que promueven la antipatía, la animadversión y finalmente el odio hacia una lengua, y atesoran y capitalizan sus consecuencias como si fuera su patrimonio.

Lo cual que, el desagrado hacia una lengua en todo caso es un ejercicio de voluntad cultural, de una intervención programada que puede dirigirse contra otra lengua, raza o hacia cualquier rasgo o característica de las manifestaciones humanas. En este caso, por esperpéntico, me brota súbito el inefable expresidente de la Generalitat, Torras, que por sus desarboladas maneras pareciese que su cuerpo nadara a su antojo en su traje cuando, en una ocasión, llamó bestias a los españoles.

No imagino que fuera un chiste gracioso, sino que imagino un propósito deshumanizante. Curiosamente en una época en que los biólogos y etólogos otorgan al animal no-humano un estatuto de dignidad, en la línea de un nuevo pensamiento sobre una posición de respeto y jerarquía ética. A Torras, por lo que se ve, aun no le ha llegado esa nueva ilustración.

Y no lo dijo en cualquier lugar, sino en el ágora en la que imagina, con esa idea, una nueva Atenas de Pericles. Nadie dice una cosa así, como si dijera, buenos días. A los judíos los animalizaron y asemejaron a bichos repugnantes y qué mejor y pavorosa idea que asimilarlos a las ratas que entre la población, a parte iguales, producen repulsión y asco.

Calificar, por ejemplo como ahora se califica a los hombres como violadores por sistema y que al parecer resulta ser el deporte nacional, además de una memez, promociona y alienta la antipatía, la animadversión y la repulsión. Parece que viajáramos en «La Nave de los locos», de Sebastián Brant.

Quienes repudian o aborrecen una lengua no lo hacen inducidos inherentemente por sus propiedades fonéticas o morfológicas, porque si acaso descubriera algo en la lengua que merezca ser repudiado u odiado resultaría una anomalía de todo punto milagrosa porque una lengua genere por sí misma esos sentimientos, bien al contrario, el desagrado o desprecio que expresan las personas está inspirado por el delirio estúpido de otros.

Pensemos por un lado en el delirio de Salvador Dalí, por proseguir con los delirios. En aquel entonces, cuando el modelo atómico de Rutherford se puso de moda y Dalí admirablemente, a través del mismo expresaba sus extravagancias pictóricas, era un delirio artístico y evanescente. «¡Cuánta diversión y arte!» Al fin y al cabo, delirios inocentes y artísticos.

Pensemos por otro lado, en el delirio de Torras, desde su posición de presidente de la Generalitat y en representación de una comunidad política a la que se dirige y proclama a los españoles, bestias. ¡Cuánta brutalidad y amenaza! Sobra decir por fútil, que las lenguas se estudian y aman por utilidad y cultura, aquéllas que resultan provechosas para los hablantes y para el desarrollo de sus vidas serán elegidas, sin que nadie les incite.

Todavía persiste arraigada en la memoria social la falacia, según la cual se cree al italiano como una lengua para el canto, el francés una lengua para hablar de amor, y el alemán una para hablar con caballos, en total, qué tontada.

Es obvio que los sistemas simbólicos que son las lenguas no pueden detestarse ni repudiarse por sí mismas: es imposible. Un sistema de símbolos no odia, ni un código o un algoritmo no detesta nada ni a nadie.

En España, estamos en ese momento en que un puñado de votos imprescindibles para alcanzar el Gobierno de la nación decide la derrota del buen juicio, la claridad y el entendimiento en el Parlamento. Porque cuando se acepta sin pudor alguno, fomentar y enfrentar a quienes las hablan, única y exclusivamente por el beneficio y la vanidad de muy pocos, y contra la convivencia, derrota el buen juicio y destruye un bien social que nos pertenece y al que nadie tiene el derecho a instrumentalizar, en su propio beneficio.

Para entenderse óptimamente, una lengua compartida es ideal y si, además, fuera universal mejor que mejor. Los matices más intrincados del pensamiento podrían compartirse fluidamente sin que intermedie dispositivo alguno o traductor.

Cuando recientemente el presidente del PNV, con planta de tractorista se entrevistó con el prófugo Puigdemont parlamentaron en español, prueba inequívoca de que lo primaron por economía lingüística. Nada más lógico. Imagino que el propósito que animaba el uso del español como lengua de interlocución entre Ortuzar y Puigdemont, pese a que se esfuerzan por erradicarla de sus propias comunidades, perseguía la eficacia comunicativa.

Demostraron inteligencia práctica, porque buscaban el entendimiento y la claridad y que, contradictoriamente, niegan en el Parlamento y a los ciudadanos. Este es el desatino en el que navega este incierto país, renombrado en tiempos recentísimos país de países, para regocijo y divertimento de la «La Nave de los locos», de Sebastián Brant.

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