Observatorio

Una sociedad desprevenida

Un soldado israelí observa el cuerpo de un militante de Hamás abatido en e kibutz de Kfar Aza.

Un soldado israelí observa el cuerpo de un militante de Hamás abatido en e kibutz de Kfar Aza. / efe

Luis Sánchez-Merlo

Luis Sánchez-Merlo

El ataque terrorista de Hamás ha conmocionado a un país bajo amenaza existencial que, tras 75 años volcando su alma en la defensa nacional, la inteligencia y la propia causa de la supervivencia, no supo prever el ataque ni responder con rapidez.

La humillación se ha producido en un momento de división histórica, en que una ley auspiciada por una coalición de gobierno –ultraderecha y fundamentalistas religiosos– busca debilitar al Tribunal Supremo (TS), evitando que los jueces empleen el concepto de «razonabilidad» para revocar decisiones de legisladores y ministros.

Ante el enigmático fiasco de la inteligencia, queda por determinar el posible efecto de la propia crisis interna de Israel sobre las acciones del grupo terrorista que atacó –con mayor sofisticación y escala que nunca– a un país conocido por su sofisticación tecnológica.

Hamás y sus patrocinadores aprovecharon la división política como una oportunidad para atacar al Estado de Israel que, a juicio de James Stavridis (*) «nunca ha estado más dividido, nunca ha sido más débil, nunca ha estado más desgarrado».

Cabe preguntarse si la convulsión provocada por la reforma judicial, que sacó durante 30 sábados consecutivos a cientos de miles de manifestantes a las calles, erosionó las capacidades reales de inteligencia y la preparación militar.

Hay razones para convenir que el mayor movimiento de protesta de la historia de Israel, para frenar una iniciativa que fragmentó al país, distrajo al gobierno y dividió a las Fuerzas Armadas, la institución más valorada, a la que la mitad de la población le dedica, de forma obligatoria, al menos dos años de su vida.

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Entre llamamientos a impedir «el fin de la democracia israelí» y amenazas de miles de reservistas con dejar de servir, lo que aprobó el parlamento israelí (la Knesset) fue una enmienda a una de las 13 leyes básicas sobre temas cruciales que, en ausencia de una Constitución nacional, desempeñan un papel clave.

En los 90, Aharon Barak, presidente del Tribunal Supremo, dictaminó que el TS tiene derecho a anular toda norma que colisione con alguna Ley Fundamental. Los gobiernos siempre han acatado sus sentencias y el TS nunca ha tumbado una ley básica, de modo que este sería un caso inédito.

Ante el dilema de tener que examinar una norma que le quita al Supremo la potestad de anular decisiones deliradas del Gobierno, el pleno del Alto Tribunal (con un aforamiento sin precedentes, 15 magistrados liberales y conservadores), se ha visto obligado a decidir sobre una controvertida norma que afecta a sus propias funciones.

Una sentencia del tribunal –que tiene hasta enero para decidir– anulando la Ley, reforzaría la motivación del Gobierno, para el que resulta imprescindible recortar competencias al poder judicial ««porque interviene en exceso y se ha atribuido competencias que no le corresponden».

Si el Ejecutivo –que se ha anticipado a un eventual rechazo, arguyendo que entregar a una burocracia no electa el poder de echar a un primer ministro, sería un intento de revertir la decisión democrática surgida de millones de ciudadanos– se niega a acatar la decisión del TS, el país entraría en una crisis constitucional –sin precedentes ni parámetros– sobre quién tiene más autoridad.

La guerra cultural en la que están embarcados nacionalismos y populismos colocaría a la soberanía popular –el poder reside en el pueblo– por delante del imperio de la ley, fuente primaria del ordenamiento jurídico.

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Personalmente involucrado en la reforma judicial, el jefe del Gobierno israelí –un superviviente político que lleva 16 años en el poder, inmerso en tres casos de corrupción: fraude, soborno y abuso de confianza– ha definido la nueva ley como una «corrección menor» frente «al tribunal más activista en el planeta». Lo que le convierte en juez y parte.

Los denuestos no paran ahí. La derecha denuncia al Supremo como una institución elitista, izquierdista y laica que ha actuado como un obstáculo para las políticas gubernamentales que, según ella, reflejan la voluntad de los votantes.

La presidenta del Tribunal Supremo israelí respondió sin pestañear: «La reforma está diseñada para asestar un golpe mortal a la independencia del poder judicial y silenciarlo».

Tras décadas de pérdida de influencia –política, social y económica– la reforma judicial es la gota que ha colmado el vaso, en un país en que la polarización de los ciudadanos se ha convertido en campo de batalla entre dos almas:

Una, conservadora y religiosa, recoge a los partidarios de la reforma –para los que es una revolución social, étnica y de clase– y cobija al ala más radical del Gobierno, que guarda un profundo rencor al Supremo por dar luz verde en 2005 a la evacuación de Gaza de 8.000 colonos, decidida por el entonces primer ministro, Ariel Sharon.

Otra, liberal y secular, visiblemente mayoritaria en las protestas, de origen europeo (askenazí), gobernó el país en sus primeras tres décadas y conserva el poder judicial, militar y mediático.

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En nuestras democracias, la colisión entre los tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– ha pasado a ser un choque sistémico, que subyace a la crisis de la separación de poderes, tan cardinal.

Cuando se aparta a la Justicia –pilar sólido del Estado de derecho– de su función, se produce un efecto diluyente en la cohesión de la sociedad, que se activa cuando gobiernos, que rebosan ideología, colonizan las instituciones, poniendo en entredicho la separación de poderes.

Para Yuval Noah Harari (**) la arrogancia de gobiernos e israelíes de a pie, pensando que eran mucho más fuertes que los palestinos y abandonando el intento de hacer la paz, este es el precio de su insolencia.

La verdadera explicación de la disfunción de Israel, según Harari, es la polarización. La forma en que corroyó al Estado debería servir de advertencia a otras democracias de todo el mundo. Los pueblos divididos dilapidan potencia y son más vulnerables.

Hay consenso en la opinión pública y en la esfera política de que el horror de Hamás cambia la vida del país, si bien el efecto unificador de la agresión puede aliviar la profunda división social que tan graves secuelas ha tenido.

El implacable desafío planteado por un terrorismo brutal ha obligado a Gobierno y oposición a ponerse de acuerdo en el rechazo del populismo, formando un gobierno de unidad y un gabinete de guerra.

Con la clase política inmersa en bizarras desavenencias constitucionales, la polarizada sociedad israelí se habría encontrado desprevenida en el vital asunto de la seguridad y la defensa.

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