Retiro lo escrito

Intelectuales en Canarias

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

En El Confidencial Nacho Cardero se pregunta –ya son ganas de preguntarse – qué fue de los intelectuales de izquierda en España. Es una antañona pregunta que servidor recuerda haber leído en un ejemplar de El Viejo Topo – gran revista rogelia entre finales de los setenta y principios de los ochenta – cuando el teniente coronel Tejero no había sido expedientado todavía. Cardero repasa varias razones y sinrazones, pero no llega a una conclusión particularmente luminosa. Si ese es el caso de los intelectuales españoles cabe imaginarse el de los intelectuales canarios.

Convengamos en que todos entendemos lo mismo por intelectual. Un intelectual es un científico o – más frecuentemente – un artista o un escritor que toma partido políticamente y práctica la crítica, la denuncia, la defensa de alternativas frente a los poderes civilizados – los domesticados democráticamente – y a los poderes salvajes – los que pueden actuar sin frenos institucionales --. Uno puede escribir una veintena de novelas, participar en bienales de cinco continentes o dictar clases de sociología sin ser, en absoluto, un intelectual. Pues bien, la pregunta de Cardero trasladara a Canarias se revela enseguida como incorrecta. En Canarias no existen intelectuales hace mucho tiempo y antes solo florecieron – muy tímidamente – en coyunturas históricas muy concretas y fugaces, como la II República y la Santísima Transición.

La debilidad – a ratos la nulidad – de la figura del intelectual en Canarias esta íntimamente relacionada con la carencia en este país de espacios públicos, de instituciones participativas y de los elementos básicos de una industria cultural. Son, en parte, las mismas ausencias que explican un fenómeno más amplio y complejo: la anemia y la deficiente articulación de una sociedad civil autónoma. No existían intelectuales porque no tenían un lugar donde sobrevivir laboralmente, lanzar sus mensajes, aumentar sus oyentes, proyectar sus análisis y opiniones, disentir con un mínimo de eficacia comunicativa. La mayor excepción, ya citada, se produjo durante la muy breve II República española. Un grupo de jóvenes de la clase media y media baja, identificados mayoritariamente con la izquierda del régimen republicano, discutieron en gaceta de arte sobre urbanismo, vivienda, modelo universitario, cambios sociales y culturales, vanguardias artísticas. Algunos valores comunistas, como José Miguel Pérez o Guillermo Ascanio, intentaron teorizar sobre la pobreza y la desigualdad en Canarias; el primero, maestro de escuela, desde la vulgata marxista; el segundo, ingeniero industrial, más enjundiosamente, con mayor rigor analítico y más realismo empírico. Ambos lo hicieron en la revista Espartaco. Se pueden encontrar algunos ejemplos más. No demasiados. La dictadura franquista lo arrasó todo salvajemente. Pero no solo fueron los dispositivos de control social e ideológico del cuarentañismo franquista. Fue la propia pobreza de Canarias – hasta los sesenta/setenta una sociedad básicamente rural, encerrada en sí misma y con rentas muy bajas – la que censuró la existencia misma de los intelectuales, que son producto de sociedades urbanas, ricas, dinámicas, plurales.

Al cabo de medio siglo el intelectual ya es en todas partes una figura periclitada, cuando no ensuciada por el descrédito. Cuando hoy vemos las imágenes del entierro de Jean Paul Sartre, al que asistieron decenas de miles de personas, cuando repasamos las fotografías de las exequias de Víctor Hugo, con un interminable río humano desfilando tras el coche fúnebre, entendemos mejor la distancia que nos separa de ese pasado hecho de admiración, afectos, valor, petulancia, enseñanzas y malos entendidos. Intelectuales en Canarias, dice. Como si la Viceconsejería de Cultura, los cabildos y los ayuntamientos no se hiciera ya cargo de todo.

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