Opinión | Observatorio

Adolfo Suárez: el primer funambulista de la Democracia

Adolfo Suárez: el primer funambulista de la Democraci

Adolfo Suárez: el primer funambulista de la Democraci / La Provincia

No está mal que su recordatorio se siga barajando por megafonía a cada rato en el más céntrico aeropuerto del país, por donde tarde o temprano entran los políticos que van a negociar a la capital, o salen de ella. Desde allí, Adolfo Suárez (Cebreros, 1932 – Madrid, 2014) –de cuya muerte se cumplen hoy 10 años– sigue discretamente ostentando el mayor carisma expresidencial de la cada vez más bipolar y convulsa España. Apechugó con el más breve y escarpado de los mandatos (1977-1981), minado desde dentro, incluso, por su entorno más inmediato, en aquella incipiente y ardua Transición, y le honra ser no sólo el primero sino el único presidente dimisionario. Lo acometió, además, con una elegancia de crupier, ese quitarse de en medio, cortando por lo sano con, al parecer, una de las más testarudas inercias del alma política de este país: la concepción patrimonialista del poder.

Alfonso Guerra lo llamó "tahúr del Mississipi", lo que suena a candorosa caricatura, rememorada en medio de los broncos epítetos que se estilan hoy día. Sus propios correligionarios –por llamar de algún modo a aquella jaula de grillos heterogéneos, unidos sólo por el uniforme gris marengo y los nudos de corbata tan anchos como las patillas, con la que hubo de lidiar– le fueron serruchando, a su paso, la moqueta, con cruzadas conspiraciones hasta en los mármoles de los urinarios... Indiscutiblemente telegénico, una cualidad reforzada por su conocimiento del medio, tras su cargo como responsable de aquel Ente en blanco y negro, él lo resolvía con su famosa y elíptica muletilla "puedo prometer y prometo". Por su veloz blanqueo de la camisa azul, la derechona lo llamaba "chaquetero", y por su flema impertérrita y galanura, los demócratas le llamaban "el chuletón de Ávila"; pero él lo resolvía mirando fijamente a cámara, y, a Dios rogando, y hasta despistando, con su letanía de ‘puedo prometer y prometo’, iba también con el mazo dando, en su arduo viacrucis. Pues aquel 15 de junio de 1977 fue sólo la punta de iceberg de uno de los años más activos y convulsos de la Transición. Se inició, en enero, con la matanza de los abogados laboralistas de Atocha por pistoleros de la extrema derecha, y se cerró con los flamantes y definitivos Pactos de la Moncloa, en octubre. Pero en aquel año que corría hará pronto medio siglo, legalizó, en primavera, los partidos políticos y los sindicatos, incluido el Partido Comunista, con gigantesco cabreo de los militares. Y, miren por dónde y cuándo, en octubre restableció la Generalitat de Catalunya, trayéndose del exilio al megasimbólico Josep Tarradellas.

Con todo, aquel duque que fumaba Ducados, era un one man’s party, al punto de que las siglas de su segundo partido, el CDS, se traducían, en la inventiva popular, como "Cosa de Suárez"... Pero a él sí que le tocó gobernar todo el tiempo padeciendo injerencias internas, en aquella jaula de grillos de derecha multicolor (incluido el gris marengo del franquismo residual) que fue la UCD. "Siempre he querido que, si me equivocara, al menos me equivocara solo", me dijo, como a modo de epitafio, en una distendida e improvisada entrevista, en Lanzarote, en el verano de 1986.

Si no sonara irónico y hasta casi grouchesco, se diría que Adolfo Suárez no sólo fue el primero, sino que ha sido el mejor ex presidente del Gobierno que ha dado la democracia en este país. Supo, sin duda, hacer gala de pies de plomo con los zapatos llenos de gravilla, y conservar la cabeza fría frente al sable de Damocles que lo vigilaba, hasta que lo puso, finalmente, entre la pistola y la pared, en el mismísimo hemiciclo, la noche del 23 de febrero de 1981.

"Me encontraba balanceándome sobre un alambre de aceite, con enorme riesgo de caer por la izquierda o por la derecha, y tanta atención puse para no hacerlo, que terminé cayéndome por el centro, que es por donde hay menos protección y más duele", agregó en aquella entrevista, un lustro después de su dimisión y a siete semanas de haber obtenido un resultado más bien discreto con el CDS (19 escaños en el Congreso de los Diputados), como tercera fuerza política.

Hoy, otros ex presidentes (o supuestamente presidenciables) de Gobierno comparecerían con armadura, y exigirían un estricto protocolo para la concesión de una entrevista, que incluiría, seguramente, la revisión de sus respuestas antes de su publicación. Adolfo Suárez compareció en chancletas y traje de baño con una toalla de la piscina al hombro, sin otro avío que su seductora sonrisa de media luna y sin ninguna condición. Confesó algo que, al contraste con las desaprensivas técnicas del marketing actual, resulta candoroso. Fue cuando le pregunté si el eslogan de su partido, "El valor del centro", no encubría una cita subliminal, justamente, al valor mostrado la noche del 23-F, cuando, en estricta soledad, junto a su aún más corajudo ministro de Defensa y vicepresidente, Gutiérrez Mellado, desoyó el temible imperativo tejeriano "¡Todo-el-mundo-al-suelo!", y permaneció incólume, como una sombra quijotesca, en su escaño. "Contra el criterio de mis asesores de imagen, me he negado sistemáticamente a utilizar la célebre fotografía del Congreso con fines de propaganda electoral. No me parecería ético", señaló.

Adolfo Suárez era muy consciente del poder seductor de su sonrisa de media luna, que, con suma destreza, de pronto, hacía oscilar hasta el cuarto menguante de la circunspección más taciturna, cuando hablaba de asuntos severos ("Si en algo he sido intransigente es en mi convencimiento de que el Ejército debe subordinarse a las necesidades españolas, y no al revés", afirmaba), y, de pronto, la acrecentaba hasta la luna llena, con sonrisa de colgate total, bajo la tensa vena del entrecejo y la nariz aguileña, y, zas, un empático golpe en la espalda al interlocutor, cuando le tocaba atajar preguntas en exceso personales o frívolas.

"Yo no hago nudismo, ni playero ni de mi vida personal, pero siempre he practicado, en lo posible, nudismo político", afirmaba, para agregar, muy convincente: "Yo sigo estando donde me encontraba al comienzo de la Transición. Son los otros los que forman un decorado móvil que cambia su aspecto; la izquierda se derechiza y la derecha cambia de postura, según las circunstancias. Todo eso escapa a mi control, mientras que, por mi parte, continúo en el centro progresista que siempre he defendido y que, en la medida de lo posible, comencé a cumplir cuando era presidente del Gobierno".

Resulta difícil, en conclusión, no coincidir con el historiador Juan Pablo Fusi en que, con todo –pese a cierta ingravidez del personaje, o acaso por eso mismo–, "Adolfo Suárez ha sido el hombre exacto en el lugar exacto" para la convulsa Transición. Y, desde luego, le cabe la honra –que, por desgracia, ostenta todavía en rigurosa soledad– de una acción que cada vez ha resultado más y más inaudita: ante las adversidades, dimitir.