Opinión | El lápiz de la luna

Las legañas de los recuerdos

Exposición fotográfica "Agaete. Recuerdos de Navidad", ubicada en el centro cultural

Exposición fotográfica "Agaete. Recuerdos de Navidad", ubicada en el centro cultural / Miguel Padrón

Los recuerdos son como las legañas. Hacen que se te nuble la vista y que te piquen los ojos. También son traicioneros. Vagan por la memoria a su antojo jugando al pilla pilla con nuestro estado de ánimo. Ganan si nos cogen de bajón. La Semana Santa me trae muchos recuerdos. En mi casa había demasiadas tradiciones. Además de no comer carne como penitencia y purificación, tampoco se podía barrer el viernes santo por aquello de no barrer la cara de Cristo. Cuando era niña siempre creí que «el Señor» era demasiado susceptible y que todo lo llevaba a lo personal. ¡Qué bonitas las reflexiones infantiles! (!) Luego estaba el sancocho. Con sus papas guisadas y el mojo verde, la pella de gofio y el cherne salado que te tenía bebiendo agua toda la tarde. Y cómo olía la casa, por más que abrieras las ventanas el tufo a pescado se adhería a las cortinas y a los cojines del sofá. Pero el sancocho era mucho más que una receta cargada de matices religiosos. Era una excusa para reunir a la familia. Todo el mundo sabía que el jueves o el viernes, cada casa seguía sus propias normas, el plan era comer con los tuyos, te gustase o no el menú (nunca me gustó y sigue sin gustarme). Para que los planes siguieran su curso, el Misericordioso sabía hacer de las suyas, porque para evitarnos tentaciones a los isleños -de esta maldita circunstancia del agua por todas partes- nos mandaba un buen chaparrón que te quitaba las ganas de cambiar el sancocho por un bocadillo de chorizo de Teror, un Clipper de fresa y una tarde de playa. Triple pecado. Este año se ha adelantado la lluvia. El cielo lleva llorando tres días y yo no sé bien si es por el cambio de estación o por el cambio de costumbres. Cada vez son menos las familias que celebran la última cena o la crucifixión de Jesús. La usanza del sancocho se nos antoja lejana, los restaurantes ofertan por encargo la comida que tu madre o tu abuela pasaban horas cocinando y ya nos da igual barrer, planchar o comernos una chuleta. A mí no me gusta el pescado, pero sí las tradiciones. Sin embargo, en los últimos años, quizá porque los huecos libres a la hora de sentarnos a la mesa escuecen tanto como la sal del cherne, prefiero el bocadillo de chorizo de Teror, el Clipper de fresa y la tarde de playa, ya arreglaré cuentas con el Supremo cuando me toque. Los recuerdos son como las legañas, a veces se pegan tanto a las pestañas que duele quitarlas.