El tránsito aéreo de Barajas es incesante. Es 20 de agosto de 2008 y miles de viajeros comienzan las vacaciones o regresan, pero uno de los vuelos del día, el JK5022 de Spanair, nunca llegará a su destino, en Las Palmas. El avión se sale de la pista 36 de despegue a las 14.25 horas, se incendia y deja 154 muertos.

Los últimos informes provisionales de la investigación oficial apuntan a que el MD-82 siniestrado apenas se elevó 12 metros, descendió bruscamente e impactó sobre el terreno con el cono de cola y, casi simultáneamente, con la punta del ala derecha y los capós del motor del mismo lado.

El aparato se desplazó a lo largo de 448 metros, saltó un terraplén y continuó por un suelo irregular que desciende sobre el arroyo de la Vega, donde originó un incendio que quemó también cerca de doce hectáreas de terreno y causó una humareda que dificultó los primeros trabajos de extinción y rescate.

Debido a los botes, la aeronave perdió completamente la integridad estructural y sus restos quedaron muy dañados por el fuego y fragmentados.

La investigación mantiene que no se registró ninguna alarma de configuración errónea en las operaciones de despegue previas al accidente, a pesar de que el aparato llevaba los "flaps" de las alas replegados, cuando deberían estar abiertos en cierto grado.

El despegue, previsto inicialmente a las 13.00 horas, fue suspendido en un primer momento al detectar los pilotos un calentamiento excesivo de la sonda de temperatura del aparato, problema que fue "aislado" por los técnicos.

En el accidente aéreo más grave de España de las dos últimas décadas murieron 148 (19 de ellos niños) de los 164 pasajeros, la mitad residentes en Canarias, y 6 de los 9 tripulantes, mientras que 19 personas resultaron heridas.

La que entonces era ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, aseguró el 29 de agosto en el Congreso que el plan de emergencias se activó a la misma hora de la catástrofe y que las primeras dotaciones de bomberos del aeropuerto tardaron tres minutos en llegar al lugar del siniestro.

La torre de control avisó al servicio de extinción de incendios al ver el humo del accidente, a las 14.25 horas.

Barajas se cerró para los despegues y el número de operaciones se redujo a la mitad en las primeras horas, lo que originó la cancelación de algunos vuelos y el retraso de otros; centenares de clientes renunciaron a volar ese día con Spanair.

En un primer momento fueron rescatados 20 supervivientes, tres de ellos niños, trasladados a hospitales, pero al final de la tarde se confirmaba que eran al menos 153 los muertos, la mayoría carbonizados.

Spanair no facilitó la lista del pasaje hasta última hora de la noche, sin precisar quiénes habían perecido y quiénes se habían salvado.

La recuperación de restos prosiguió toda la noche y la identificación tardó nueve días en completarse debido al estado de los cuerpos; en la mayoría de los casos tuvo que recurrirse a las huellas dactilares o pruebas de ADN.

El tanatorio provisional se instaló en IFEMA, donde se agolpaban los parientes para reconocer a los fallecidos, algunos de nacionalidad extranjera, con la débil esperanza de que a ellos nos les hubiera tocado; en muchos casos los fallecidos eran miembros de una misma familia.

Cientos de voluntarios de la propia compañía área, psicólogos y sanitarios del SAMUR, miembros de Protección Civil, cuerpos y fuerzas de seguridad trabajaron en el lugar del accidente, en IFEMA, los hospitales y el hotel Auditorium para atender a víctimas y familiares.

Al día siguiente, varias familias asistieron a la primera entrevista con los responsables de la compañía, pero decidieron abandonar la reunión apenas 15 minutos después de comenzada.

"No nos decían nada", argumentó entonces Yurena Hernández, quien se mostró "indignada" por el trato que recibió su familia por parte de la compañía.

Yurena perdió a dos hermanas y un sobrino en el accidente.