La Provincia - Diario de Las Palmas

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Un histórico de Londres

Sorprendentemente, desconocíamos uno de los más elegantes, atractivos y antiguos restoranes, situado en los alrededores del Soho, y comedor de actores del Soho y Hollywood

Bajo estas líneas, el lenguado a la parrilla. T. AGUIAR

Un par de meses antes de nuestra salida a Londres vimos en el televisor un programa dedicado a la renovación de las cocinas y otras instalaciones del restorán The Ivy; comedor de actores de los cercanos teatros del Soho y sus miméticos colegas del mundo, sobre todo Hollywood. El The Ivy cumplía en 2017 cien años en la cosmopolita e imperial capital a la par que esperaba su reinauguración; todo un acontecimiento del que participó hasta Isabel II celebrando una cena íntima. Un mes antes habíamos hecho la reserva para el día 27 de diciembre; y una mañana temprano, tras salir del hotel, nos topamos con él; "marcamos" el sitio, a fin de orientarnos, y el día y hora señalados estábamos en su recepción. Pero ¡oh terror! no apareció nuestra reserva, y, tras esfuerzos por sacarles de su error, como por caridad nos acomodaron.

Sorprendentemente no nos pareció un "restorán-glamur"; lo que recordábamos de la decoración y su famosa barra oval en forma de isla, situada en medio del comedor, casaban. Pero algo había que mosqueaba, siquiera los comensales parecían aquellos personajes "de cine". Pedimos un par de dry martinis y el camarero se revolvió en su pajarita al no atinar qué pedíamos; lo consultó y nos trajo dos copas de las de champagne con el sencillo-gran cóctel, flojo. Alucinábamos. Además, anhelábamos el dorado lenguado de Dover, y a pesar de que lo anuncian en su página web no aparecía listado. Total, que nos pasamos la comida anotando incidencias; mas todo hay que decirlo, la calidad de los platos resultó correcta: cóctel de langostinos, linguine con carne de buey de mar, hamburguesa especial y un rib-eye (chuleta de ternera de lomo alto), algo de queso y un postre de chocolate; sin bebidas, pero sumando los extras, las guarniciones, un puré de papas (4 euros ) y Salsa bearnesa (3,5 euros), 160 euros.

Tras la propina y explicarle al joven camarero, un polaco, nuestra desabrida impresión se aclaró el enigma: no estábamos en el auténtico The Ivy sino en una sucursal. Con cara de tontos, abatidos, regresamos al hotel y telefoneamos al fetén, desde donde nos dijeron que eran conscientes del enredo y que nos daban una mesa para la noche siguiente. El mal rato que llevábamos en el cuerpo se tornó de inmediato en placentero regocijo.

Y estábamos allí dispuestos, al fin, a cumplir el capricho. Decía alguien que a cierta edad "Un capricho es una urgencia". Y nosotros, que ya hemos pateado algo del mundo y comido en los mejores, estábamos tan ansiosos como la primera vez. Nada más entrar advertiríamos una solemnidad envuelta en calculada penumbra. Lleno de comensales, bien trajeados, y apenas si se oía un murmullo. El personal, con pasos seguros, cada cual a lo suyo, no hablaba entre sí salvo frases cortas, que afianzaban con miradas. Y recorriendo el comedor, jefes de sector mirando cada mesa o atendiendo sugerencias. Pedimos dos Fernet Branca. Si, un consejo: si le abandona el apetito o si aun no le ha llegado (eran las 19.30, la hora que pudieron darnos) no existe mejor aperitivo. Vinieron después el mini Steak tártaro (15 euros ), un cóctel de gambas: (5 gambas y unas virutas de centollo) (18 euros), spaghettini con carne de cangrejo (19 euros) y un lenguado a la parrilla, que ¡oh Señor! no era el soñado Dover sole de ración (50 euros), amén de que llegó demasiado marcado por los hierros de la parrilla.

La cena fue agradable; prácticamente todo resultó correcto, pero nos hacíamos una pregunta ¿por qué no atesora una estrella de la guía Michelin? Y es que el fuerte de la minuta es de corte clásico y los platos de factura sencilla; aquellos que hicieron furor, por los pasados años sesenta, entre un párvulo turismo de masas (Canarias en particular) que se premiaba con remedos de la Alta Cocina; especialidades que habían hecho las delicias de los bon vivants de aquellos rutilantes hoteles de los alegres años veinte que se tornarían en la que se conocería como "Cocina internacional", tan denostada. Tanto el joven director, Mac, un portugués, excelente public relations, como el chef ejecutivo, el flemático británico Gary Lee, fueron amables. Conocedores del percance del día anterior, nos atendieron con paciencia y nos condujeron a través de las "tripas": las cocinas de última generación. Finalmente, como suele suceder (nos ocurrió en Estocolmo con el bufé escandinavo del lujoso Gran Hotel), nos cercioramos de haber experimentado la mejor relación precio-calidad en nuestro pequeño periplo por Londres. A veces, lo barato sale caro.

Si va usted a Londres no deje de ir al The Ivy; con sus obras plásticas y otros ornamentos podría ser una de las piezas a exhibir, junto con las joyas de la Corona, en el British Museum, que, por cierto, esta vez no pudimos visitarlo pues la cola era literalmente kilométrica. Londres o Nueva York. Nueva York o Londres: mecas del turismo urbano. The Ivy: 1-5 West Street.

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