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Volcán de La Palma | Efectos colaterales

El mal de la vulcanofobia afecta a los habitantes de La Palma

El proceso eruptivo de La Palma no solo provoca daños materiales sino una aversión que trastoca la vida de aquellos que lo sienten como una auténtica pesadilla

Así cubre la ceniza las zonas más afectadas por el volcán de La Palma

Así cubre la ceniza las zonas más afectadas por el volcán de La Palma I love the world

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Así cubre la ceniza las zonas más afectadas por el volcán de La Palma Juanjo Jiménez

A Pedro de Rábago Arriola el volcán no le ha producido daños materiales pero sí la suficiente aversión para no soportar ni su visión ni su continua presencia que hace atestiguar con el profundo rumor que invade los Llanos y Tazacorte. Pedro deja su lugar de residencia de los últimos quince años y emigra a la isla antigua, allí donde la actividad volcánica hace miles de años que no se la espera.

Pedro de Rábago Arriola es un hombre como un castillo, con sus 1,87 metros de altura, su porte y su abigarrada agenda de actividades, donde lo mismo pilota coches de rallys que capitanea su catamarán. Nacido en Torrelavega pero bilbaíno de crianza, De Rábago es óptico optometrista por la Universidad Politécnica de Cataluña, y desde hace veinte años es palmero de adopción e incondicional de la isla bonita, a pesar de crecerle un volcán al que ni si quiera puede ver del rechazo que le produce. Ni sentir. Ni siquiera oler.

Si existiera tal patología en la historia de la Medicina, se diría que Pedro de Rábago sufriría de un cuadro agudo de vulcanofobia, que de un día para otro le ha cambiado la vida.

Para situar en contexto el cuadro hay que advertir que no es ni de lejos el primer quiebro de gran envergadura al que se enfrenta. De hecho, su llegada a Canarias tiene como precedente un dramático punto de inflexión.

Llega la tele a casa de Pedro, al poco de ocuparla. La Provincia

Tras finalizar la carrera universitario abre su primera óptica en la localidad cántabra de Castro Urdiales, donde corre con un equipo de cuatro pilotos de enduro. «El mejor de todos ellos chocó conmigo y se partió el cuello. Quedó tetrapléjico y no volvimos a montar en moto hasta después de un día que fuimos a verlo al centro de rehabilitación en Toledo. Me dijo, no dejes las motos. La retomé y a los tres meses me rompí la columna. Me mandaron a la cama durante un año, por los peligros que suponía una intervención quirúrgica. Me cogí tal depresión que al finalizar el año busqué el lugar más lejos posible donde se hablara cristiano. Y ya ves acabé aquí, en una isla de La Palma, que no sabía que ni existía».

«Me levantaba y a la tele, con una presión brutal al ver a todos ayudando a evacuar. Y yo, agarrado a la silla»

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De aquella depresión nunca mas se supo, si acaso para coger fuga. Porque fue llegar y besar la caldera. Echó un currículum y comienza en 2002 a trabajar en una óptica. Apenas dos años después funda una propia, en la localidad de San Pedro, «que conste ahí que el nombre del pueblo no lo pusieron por mí, sino que ya estaba puesto», deja caer con retranca.

Tras la apertura del establecimiento enseguida coge un imparable tino. «Empecé a bucear, me hice un montón de amigos, y todo redondo. La óptica funcionó y me compré un primer barco velero». Con aquél barco organiza una travesía con unos amigos de Burgos, casi a modo de inauguración, pero la cosa se revuelve: «Aquello fue tremendo: se nos partió el mástil y terminó toda aquella gente vomitando a las cuatro de la mañana». Así fue como mandó 'descambiar' aquél fallido buque de palo con flojeras, y así fue como se hizo con un catamarán en condiciones que terminó por fundirse con su nuevo propietario, convirtiéndose en su misma casa, en la que vivía hasta este pasado jueves desde hace quince años. De hecho Pedro de Rábago fue el primer residente fijo en las aguas del puerto de Tazacorte, donde ha disfrutado de pandillas, fiestas, aventuras y requiebros junto a una cuadrilla de Los Llanos de Aridane.

‘Gurp’ haciendo a la idea de su nuevo hogar. La Provincia

Pero sin olvidar a su familia de Bilbao, especialmente a su madre, a la que va a visitar con regularidad. La última vez que cogió un avión a la península para verla fue justo el pasado 19 de septiembre.

«Llegué a Bilbao dos horas antes de explotar el volcán. Y ahí empezó mi pesadilla». Ese domingo se pasó la mayor parte del día comiendo con su familia, pero «sobre las seis de la tarde llego a casa de mi hermano, cojo el móvil y veo que ha explotado enmedio de la peña, de mi peña. Por la noche, cuando llego a casa encendí la tele. Ya ahí me quedé pegado hasta el día que me vine de allá, sin poder pegar ojo. Me levantaba a las ocho, y a la tele, con una presión brutal al ver a todos ayudando a evacuar. Y yo, agarrado a la silla».

Echar un cable

El día 7 de octubre vuelve a La Palma. «Con una ansiedad brutal que no he sentido en mi vida, ni siquiera con la tristeza que sufrí con aquellos dos accidentes de moto. Esto es otra cosa. Y no fue hasta que empecé a limpiar azoteas y tejados que me alivié del hecho sicológico de poder echar un cable».

Pero el volcán es como un faro diabólico que no quita el ojo de todo el que tenga a su vera, y a su vera está su barco. «Al principio hice una jaima para evitar el polvo, pero así y todo me pegaba hora y media con una manguera. Ni jaima, ni leches. Se cuela por cualquier resquicio, porque en realidad no es ni arena, sino una harina mucho más fina que te va comiendo la moral».

El amigo Juan Vicente ayudando a estibar la escasa mudanza. La Provincia

Era hora de irse. Durante diez días busca algo que alquilar en la isla, lejos de allí, pero nada. Hace números y resulta que en un mes termina de pagar la última letra del barco y opta por comprar. Pero tampoco. Los precios de las casas están disparados, «por algunas me pedían hasta 900.000 euros, todo entre Santa Cruz y Punta Llana, para quitarme de la vista Cumbre Vieja, buscando la isla antigua sin actividad volcánica».

«No fue hasta que empecé a limpiar tejados que me alivié del hecho sicológico de poder echar un cable»

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Mientras, tiene que cruzar cuatro veces la isla para ir a su trabajo, en un trayecto larguísimo que antes se resumía en quince minutos, y cuatro veces se topa con bicho. «Un monstruo que ni en el peor de los sueños pensé que iba a ver». Consulta al médico, y le receta, tras intentar poner unas lentillas a uno de sus clientes.

Hasta que por fin da con una casa en venta a tiro de su presupuesto en la isla adentro, con el océano muy abajo y algo alejado. «He pasado de marinero a agricultor», sentencia sin perder la sonrisa, porque tampoco es que Pedro sea precisamente un pusilánime.

De momento la vivienda, construida en 1900, no tiene luz ni agua pero así mismo la estrena. El pretil de la puerta está diseñado de cuando la población medía algo menos, de forma que Pedro pasa por la puerta siempre y cuando no tenga las gafas sobre la cabeza.

Este jueves hacía su mudanza que, a grandes trazos, son cinco bonsais, unas bolsas de basura con la ropa, un colchón que le trae su amigo Juan Vicente en su camioneta, una garrafa de agua pinchada que hace de sistema de abasto, un generador eléctrico, una bandeja con un arroz e hígado en salsa, «un hornillo que compré de cuando un viaje a Islandia», un rollo de papel y unos estropajos. «Ah, y dos latas de fabada».

Una tele y un topógrafo

Un par de horas después llegarían los de la tele, que se ha comprado una nueva para amenizar la soledad, pero a la que habrá que ver si sirve la antena del año la pera que figura en la azotea. Después es el turno del topógrafo, que será el que, siguiendo las escrituras que ya tiene en mano, le diga dónde se encuentran las lindes de lo que acaba de adquirir, por un precio similar al que le deberá reportar la venta del catamarán.

La desnuda habitación en la que el palmero de adopción enfrenta s su primera noche, La Provincia

Gurb observa e investiga a fondo. Gurb viene a ser su perro, con el que lleva quince años, después de que un narcotraficante que llegó en un velero con una tonga de coca a puerto fuera detenido por la Guardia Civil dejando al animalito compuesto y sin dueño. «Es el perro más listo que he visto en mi vida. Tú le dices guárdame esa bolsa, y no se acerca ni dios».

Pedro de Rábago mira la cocina, un desastrillo en toda regla. Su amigo Juan Vicente ya se va. Queda por delante una tarde y una noche a todas luces un tanto siniestra, pero el que piense que se va a venir abajo está equivocado. Sale a los huertos que trae la casa por el precio de compra y se acerca al final de los bancales. «Aquí voy a plantar aguacates», anuncia mientras recorre la tierra hasta las cejas de maleza. Llega al final, donde de repente la pequeña finca se abre a un abismo, creado precisamente por algún volcán muchísimo más viejo que los que tenía en su narices en la parte sur.

El óptico ha abandonado el barco donde vivía para irse a mudar a la isla antigua, huyendo de volcanes

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Desde ahí se ve el puerto y las casas de Santa Cruz de La Palma en una de las tantas postales que le dan el apelativo de bonita, pero que en este caso se queda corto. Mira a la trasierra y comprueba que no hay vista, ni olor, ni onda de volcán. Le larga una peineta.

A la vuelta a casa comienza a trazar las líneas de su futura cocina. A elucubrar con la nueva instalación eléctrica. A imaginar la encimera. «Estoy como un niño con zapatos nuevos», dice por fin feliz.

24 horas después envía un mensaje. La tele funciona. Le ha enganchado el agua corriente. Y la luz ya fluye por los cables. Porque Pedro, además de óptico, es un manitas acreditado, al que ni un ataque de vulcanofobia echa abajo, don que parece endógeno de la isla toda, quizá en el ADN de tanto volcán sin pausa.

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