Día de la Madre: Juana Saavedra y Antonia García, demasiado corazón

Juana Saavedra fue una niña adelantada a su tiempo, dispuesta a vivir la vida, sin miedos ni pasos atrás. En un tiempo de cuchicheos y malas caras, ella decidió separarse de su marido y continuar con su vida

Del sueldo miserable que recibía en el campo, Antonia García pasó a cobrar 3.000 pesetas como limpiadora en el aeropuerto de Lanzarote. En realidad, en la vivienda del director

Juana Saavedra (i) y Antonia García.

Juana Saavedra (i) y Antonia García. / Rubén Acosta

Suelen estar siempre ahí, como sombras vestidas de hadas madrinas. Y hay tantas: están las madres revoltosas como Juana Saavedra, dispuesta a luchar por su vida, por los suyos, por lograr alcanzar metas que resultaban inalcanzables, quizás para otras, para ella no. Y también existen las madres silenciosas, las que luchan sin levantar la voz pero que jamás se rinden como Antonia García, una heroína más desconocida.

Juana Saavedra: luchadora hasta el infinito y más allá

La energía de Juana Saavedra no tiene límites. Si fuera una cometa volaría libre, llegaría tan alto que podría dar la impresión de tocar el cielo. Siempre fue así, una niña adelantada a su tiempo, dispuesta a vivir la vida, sin miedos ni pasos atrás.

Resulta fácil imaginar a aquellas chicas divertidas. Niñas grandes, irreverentes, que tramaban planes secretos con los que poder salir de casa, y escapar. Huir de miradas cortas y demoledoras. Además, luciendo minifalda. Una prenda codiciada y temida, pero que Juana usó como estandarte. Romper las normas rancias fue una de sus grandes batallas. Y no fue fácil.

Después llegaron los novios, aquellos chicos que venían en guagua, hasta la puerta de la casa en Mácher. Y en un descuido sucedió lo inevitable: Juana se acuerda de aquel primer beso. Tan corto que duró más que un relámpago, más. Lo recuerda y se ríe a carcajadas. Cómo salió corriendo con el corazón dando brincos hasta que se escondió en su casa. A la mañana siguiente volvió a saborear aquel beso y pensó que no había estado tan mal. Ni mucho menos.

Juana Saavedra y sus amigas tuvieron que romper muchas barreras, otras siguieron allí algún tiempo, pero al final cayeron, como hojas secas, podridas. Mirar atrás y ver lo que ocurría resulta un juego enloquecedor. Da la impresión de estar en medio de una sala de cine en la que se proyecta una mala película. Con el mejor de los finales.

Las mujeres que acudían al Casino de Tías no podía pisar la cantina. Una vez una chica de Arrecife se atrevió a cruzar ese umbral y se armó el escándalo. La gente no dejó de hablar de aquella desvergüenza durante semanas. Juana vuelve a reírse, quizás sólo lamenta no haber sido ella la descarada que hubiera roto esa puerta de cristal.

Antonia García en su casa de Tías. | | RUBÉN ACOSTA

Juana es como un cometa libre, siempre dispuesta a vivir la vida plenamente. / Rubén Acosta

Cuesta seguir el paso a Juana Saavedra. Ella siempre va delante. Fue una de las primeras mujeres solas en poner un negocio. Empezó vendiendo oro, y cremas milagrosas, abrió una floristería, después una tienda de ropa. Y en una valiente decisión personal decidió separarse de su marido. Entonces aparecieron los cuchicheos y las caras torcidas a su paso. Pero no se arrepiente. Está orgullosa de seguir adelante, siempre mirando al frente: atrevida, sin dejarse arrastrar, sin tirar la toalla. Y sacando adelante a sus hijos.

Tal vez una de sus facetas más conocidas es su gran vinculación al carnaval. Empezó por hacer una gracia, y terminó fundando Las Revoltosas. Este grupo de mujeres audaces, coquetas, con mucho ingenio no lo tuvieron fácil, hasta que demostraron su talento. Y fue la apoteosis.

Demasiado corazón

Los pies de Juana Saavedra / Rubén Acosta

Si alguien quisiera retratar los años más locos que se vivieron en Lanzarote tiene que detenerse en la euforia que se vivió en El Almacén. Juana lo sabe. Ella estaba allí. Y de su mano, con su relato, se logra vislumbrar una parte de la historia más luminosa. Se acabaron las cantinas rancias, los escenarios prohibidos a las mujeres. El camino sigue siendo largo, hay baches, socavones por saltar, pero aquella isla barnizada de grises, de negros oscuros, logró salir a flote. Y dejó atrás la ciénaga seca y trasnochada que adornó aquellos años ruines.

Antonia García Álvarez: la heroína desconocida

Bajo el aspecto de abuela apacible se esconde una heroína sin capa. Osada para un tiempo de incertidumbres logró ocupar el cargo de conserje en el aeropuerto de Lanzarote. Y además siguió cuidando de sus hijos, de su marido, de sus padres y de dos tías, que murieron en su casa. Ella dice que nunca ha tenido vacaciones, pero tampoco se queja.

Antonia García tiene que caminar apoyada en un bastón, y con la otra mano, entre indecisa y miedosa, se acerca a la pared, hasta rozarla, le cuesta sostenerse sin ayuda. Ahora ya no puede despegarse de la silla de ruedas, pero de la cabeza sigue perfecta. Ella dice que está así por todo lo que ha luchado y habrá que creerlo. Sólo hay que detenerse en su larga trayectoria, como tantas otras mujeres de su edad. Obligadas a trabajar en el campo, con los animales, a ayudar en casa, y sólo de vez cuando se permitían un tiempo para respirar lejos de lo cotidiano. Lo extraordinario se escondía en la algarabía de un baile o en una fiesta a la que llegaban caminando descalzas y felices.

En Tías, en Lanzarote, en Canarias, hay tantas mujeres que han repetido el mismo camino. Y siempre al final lo recuerdan con la sensación de haber disfrutado de la travesía. A pesar de los vaivenes, y los traspiés.

Demasiado corazón

Antonia García Álvarez en su casa de Tías. / Rubén Acosta

Antonia pertenece además a un grupo selecto, reducido: las que tuvieron suerte en unos años de desesperanza. Ella tuvo la osadía de presentarse a una lista en la que se elegía a limpiadoras para el nuevo aeropuerto. Eso ocurrió en 1970, lo tiene grabado. Es una de esas fechas memorables que cambiaron su vida y la de los suyos. Del sueldo miserable que recibía trabajando en el campo pasó a cobrar 3.000 pesetas. Ese instante la llena de felicidad, se acuerda y sonríe. Vuelve a estar en la cocina, contando los billetes, uno a uno, como algo sublime. Un milagro. Los dedos, las manos, empezaron a sudar. Hasta que recogió aquel montón y lo guardó en el aparador de la sala. En la gaveta de las cosas importantes.

Lo paradójico de su vinculación laboral con el aeropuerto es que jamás llegó a trabajar en esas dependencias como limpiadora. Eso sí cobraba de la Administración, pero durante muchos años solo fue la chica que ayudaba en casa a la mujer del director. Primero lo hizo con el que inauguró las nuevas instalaciones, y después con su sustituto. Era lo establecido. Entonces nadie se planteaba hacer preguntas. Para qué. Y aquel cambio a ella le venía bien.

Demasiado corazón

Una de las manos de Antonia García Álvarez. / Rubén Acosta

En su familia había muchos problemas. Su marido se puso enfermo, tuvo que enfrentarse a la minusvalía de dos de sus hijos, y también asumió cuidar de sus padres y de dos tías. Reconoce que nunca pudo disfrutar de vacaciones. No había tiempo. Su tiempo no daba para tanto, y aun así lo recuerda con la satisfacción de haber hecho lo necesario para salir adelante.

Al final, el nuevo director del aeropuerto decidió que Antonia merecía ascender al puesto de conserje hasta que se jubiló. Y como ella era así de inquieta reconoce que, al principio, se aburría, llevando papeles de un sitio a otro, y en ocasiones contadas subiendo a la torre a ver de cerca a los aviones que llegaban a la isla con las primeras remesas de turistas.

Se siente especialmente orgullosa de esa etapa de su vida. Con aquel uniforme azul: camisa abotonada y la falda por debajo de la rodilla, un dedo o dos, y zapatos negros, después llegó la modernidad y aparecieron los pantalones.

Le gusta verse en esas fotos, con sus compañeros, con los jefes, que en la despedida le regalaron un reloj, y entonces hasta se olvida de sus problemas, de las piernas que no obedecen, y de los años, que no perdonan.

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