Cuando aprieta el jilorio (40)

Restaurante El Mirador de Santa Lucía: El sabor que alonga a Las Tirajanas

El histórico restaurante El Mirador de Santa Lucía cumple 55 años de conduto y paisaje  

Restaurante El Mirador de Santa Lucía

José Carlos Guerra

Juanjo Jiménez

Juanjo Jiménez

Santa Lucía cuenta desde hace 55 años con una parada obligada en el restaurante El Mirador, una simbiosis de paisaje y platos de la tierra que nace de una primigenia tienda de aceite y vinagre.

Hace poco más de medio siglo buena parte del trajín del pueblo de Santa Lucía quedaba vertebrado en torno a Casa Benedicto, una tienda de aceite y vinagre comandada por Félix Benedicto Vega y Consuelo Martín, en el número 2 de la calle Pérez del Toro, la que lleva al pago de El Mundillo.

En aquellas alacenas se encontraba todo el arcano del avituallamiento doméstico necesario para subsistir en una Santa Lucía bien remota, encastrada en un barranco de tales riscos y taliscos que es de imaginar que fueron fruto de una descomunal calentura del volcán que lo parió.

Allí, en Casa Benedicto, por tanto, había de todo, según cuenta el primogénito de la prole Vega Martín, el también Benedicto Manuel, hijo. Eran jeringuillas, penicilina, gasolina que se despachaba con una bomba de mano, jabones Samba, lejía, tabaco, chucherías para los chiquillos, ropa, chanclas y alpargatas. «Y café y azúcar a granel que había que empaquetar antes de su despacho».

Viajes en pirata

Ahí nacieron Benedicto Manuel y sus seis hermanos, de forma que desde que tiene uso de razón aprendió el geito del servicio, y el de cumplimentar las libretas azules, aquellas cartillas del fiado. «Recuerdo con seis años salir de la escuela para que mi padre hiciera sus viajes de pirata en las dos Ford Transit que tuvo, las únicas que había en aquella época para pasajeros, la GC- 29.102 y la GC- 34.365».

En ese trasunto también atendía a la clientela que se apostaba en unos dos metros cuadrados de tienda en su función de barillo, donde se echaban copas los compadres con un conduto de jareas, sardinas saladas que venían estibadas en sus cajas de madera, chicharrones, carne de cochino frito, chochos y manises, cuando no los huevos revueltos con cebolla y la carne argentina en lata de Olida que ejecutaba el patriarca en las ausencias de su señora.

Con el andar de la perrita, Benedicto Manuel comenzó a aprender a cocinar con mayor fundamento con Juan y Antonio Martel en el curioso lugar llamado El Sótano del Sur, una suerte de catering primigenio ubicado en el Cruce de Sardina y que, con sus cocineros profesionales, abastecían a los establecimientos hoteleros de San Agustín y Playa del Inglés. De ahí salían tongas de pollo asado, de tortillas españolas y francesas, de ensaladillas y ensaladas desde las siete de la mañana a las dos de la madrugada, «en una fiesta diaria».

Restaurante El Mirador de Santa Lucía.

Restaurante El Mirador de Santa Lucía. / José Carlos Guerra

Un triste fusilero

Con esos mimbres estudia Información y Turismo en la capitalina calle de León y Castillo, y poco después lo empaquetaron para hacer la mili a Ceuta, donde empezó de triste «fusilero amargado» para salir con toda su gloria después de preparar a la oficialidad una cena de papas arrugadas, pescado en escabeche, gofio escaldado y bienmesabe coronado con un helado de Frigo.

Mientras, su padre iba dando forma a una casona enfrente que arranca como restaurante justo el día de la fiesta de Santa Lucía de 1969, sirviendo en unos tableros apoyados en bidones de albañilería. Nuestro hombre regresa y también pone en marcha en uno de sus sótanos la discoteca Nueva Santa Lucía, con la que se armó Troya.

“Cuando arranca el restaurante mi madre tira de las mujeres del pueblo, porque ya se sabe que 20 personas hacen 20 potajes diferentes, y ella selecciona el mejor. Yo, mientras me iba por la península de pueblo en pueblo cogiendo recortes, e incluso me voy a Dinamarca a estudiar inglés con unos clientes amigos de mi padre».

Potaje de berros, según El Mirador de Santa Lucía.

Potaje de berros, según El Mirador de Santa Lucía. / José Carlos Guerra

Entre olivos y palmerales

De los siete hermanos, cuatro hacen piña para gestionar el establecimiento en 1982, el propio Benedicto, Felipe, Javier y José Carlos, hasta que llega un punto en el que edificio «comenzó a despegarse de la carretera, y tuvimos que hacer una gran terraza con unas enormes columnas» para afianzarlo sólido al planeta. El resultado es una trasera con las espectaculares vistas que justifican el nombre del restaurante, un mirador donde jincarse un potaje de berros con su calabaza, la habichuela, el calabacín, sus judías, el ñame, la batata y la piña oteando entre las brumas del espejismo, y desde estribor a babor, los olivos y palmerales de Tunte, Cueva de Los Guanches, el Hotel Las Tirajanas, Hoya Grande, Ciudad Lima, La Capellanía, Las Longueras, El Ingenio de Santa Lucía, Sitio Alto, Bodegas Las Tirajanas, las de David Silva y El Roquete.

Difícil dejar de echar un vistazo a la panorámica entre plato y plato, como el de la paletilla y pierna de cordero lechal al horno, reposado sobre unas papitas panaderas y su caldo substanciado con manteca de cerdo; o el de los judiones de la granja, estructurado con unas judías blancas XXL margulladas en agua durante 36 horas, con su compago de panceta, morcilla, chorizo, carne cochino y una fritura de cebolla y laurel.

El cuadro se completa con otras contundencias como el estofado de ternera con su rehogado de cebolla, tomate, pimiento, tomillo, laurel y comino, zanahoria, habichuelas planas, con su consomé y una pizca de vino blanco. O con las carajacas de ternera, con el hígado pasado por mojo canario hervido, y adornado con tomillos, hojas de laurel, un susto de pimienta y otra lágrima de vino blanco, para embutirse entre el relajante guineo de mirlos, herrerillos y capirotes.

Una garbanzada de premio

Una de las propuestas fundamentales de El Mirador de Santa Lucía es la garbanzada tirajanera, con premio otorgado por la Mancomunidad del Sureste, y que se adapta como un guante para recuperar el resuello a la función del establecimiento como parada obligatoria en el trajín de subir o bajar de cumbre a costa a esa cota de la isla. Benedicto y los suyos la estructuran con un mix de carne cochino y de ternera, con la misma fritura de siempre, con chorizo y beicon, sus preceptivos garbanzos, y sus papas en cuadritos. Otro sí, la paella de mar y monte, con lo mejor de cada territorio, o el pulpo a la gallega, para llegar a postres caseros como las tartas de queso y de manzana, el flan de almendra, o las sabrosísimas torrijas de Tirajana.

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