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AMALGAMA

El masoquismo occidental

Llevados por la hipóstasis dios-patria-muerte, van pasando los tiempos históricos convulsos y, de vez en vez, se nos permite una paz casi duradera

El masoquismo occidental

Cuando el ser humano no piensa en grande, cuando no sale perfumado al exterior, se encierra en la hediondez de sus pedos, esto es el nacionalismo. Naciones, como familias, todos tienen, pero el darle demasiado importancia a eso en vez de a la especie y al universo, siempre ha sido el síntoma más claro de los alfeñiques, de la falta de cultura y de versatilidad. Las actuales escaramuzas del nacionalismo en España son síntoma de esa debilidad moral, moral como voluntad positiva de poder. Aquéllos nacionalistas tardofranquistas de bigote de desfile de hormigas se han trocado, en la época de la Unión Europea y de los tratados transnacionales, en puigdemones y rufianes que nos proporcionan, eso sí, su ración de chiste. El académico Arturo Pérez-Reverte explicaba hace unos años el por qué firmó el Manifiesto de la Lengua Común, en su columna semanal Patente de corso: "Detesto cualquier nacionalismo radical: lo mismo el de arriba España que el de viva mi pueblo y su patrona. Durante toda mi vida he viajado y leído libros. También vi llenarse muchas fosas comunes a causa del fanatismo, la incultura y la ruindad. En mis novelas históricas intento siempre, con humor o amargura, devolver las cosas a su sitio y centrarme donde debo: en el torpe, cruel y desconcertado ser humano". Cuando me ha tocado viajar a muchas partes del mundo donde no se habla español, he acudido, como la mayoría, al auxilio del inglés, y nadie se ha molestado, acaso noté desagrado al expresarme en inglés en los años 70 en la Yugoslavia de Tito. Pero sí he notado incomodidad hablando español con españoles que quieren dejar de serlo. Si hay algo que pueda definir al nacionalismo, del cual el ejercicio de su lengua, enfermedad babilónica, es una de sus patologías, es el egoísmo y el complejo que les hace ejercitar el desprecio ridículo hacia quien no sabe utilizar su código secreto. Comencé a espantarme de los idiomas nacionalistas cuando encontré una novia en Barcelona, y hablaba catalán con sus amigos, a pesar de que podía hacerlo en español, una señal de innecesaria descortesía que un viejo amigo poeta, joven por aquellas fechas, me relató cómo resolvió en un congreso en el que recaló por allí y varios colegas catalanes empezaron a comportarse con sus secretismos dialectales. Fue entonces el poeta y otro canario más empezaron a hablar entre sí citando de seguido los topónimos canarios que se le venían a la cabeza: "triquivijate agáldar tarajal", por ejemplo, y he aquí que los colegas catalanes empezaron a tornar la cabeza y a preguntar con asombro ¿y en qué idioma hablan?, a lo que el poeta, con gran seriedad, contestaba: en guanche. Obviamente, comprobaron que no era el suyo el único idioma marginal del mundo. Pero ¿dónde podemos encontrar el origen de este momento en el que todos, a falta de un reto, de una meta internacionalista y universal, acudimos a nuestro ombligo? El filósofo francés Pascal Bruckner (Paris, 1948) nos lo puede aclarar un tanto, si acudimos a una de sus últimas obras, de 2008, La tiranía de la penitencia (Ariel), al alimón con Oswaldo Arteaga. Es de las pocas voces que se atrevieron hace una década a criticar esa manía religiosa, que sobrelleva el mal endémico de la culpabilidad, y que es casi patrimonio exclusivo de la izquierda fracasada, la izquierda que nunca logra el poder, y cuyas cabezas están tan vacías que en ellas no encontramos sino la repetición de muchos slogans de los intelectuales del siglo XX. Bruckner ha subtitulado este ensayo sobre la penitencia: Ensayo sobre el masoquismo occidental. Bruckner, columnista habitual de Le Nouvel Observateur, y colaborador en su momento con Alan Finkielkraut, se terminó encauzando por la senda de un "ya está bien" frente a un izquierdismo que se ha convertido en pose, en teoría mal estudiada, defendida por clones pensantes que sólo citan y recitan: "El mundo entero nos odia y nos lo merecemos. Esta es la convicción de la mayoría de los europeos. De hecho, a partir de 1945, nuestro continente sufre los tormentos del arrepentimiento", dice Pascal Bruckner, y sigue: "¿Debemos seguir entonando como una letanía el mea culpa por los errores del pasado? ¿Debemos regodearnos en la pervivencia de la memoria de los desmanes del imperialismo, la colonización, el esclavismo, las guerras, el fascismo, el comunismo? ¿A qué nos conduce esa tiranía de la penitencia? ¿Hubo sólo errores o también aciertos en ese pasado aparentemente infame? ¿Somos los únicos que hemos cometido los pecados por los que seguimos culpabilizándonos?". Pascual Bruckner sostiene a lo largo del libro que no somos responsables de la actual situación de los países descolonizados. En una entrevista de aquella época, con motivo de la Feria del Libro, recordaba incisivamente: "Ya sabe lo que decía Sartre, que la vergüenza es un sentimiento revolucionario". Lo que no terminó de decir el perspicaz existencialista es que, para una revolución perdida, el que siga operando la vergüenza, ya no es un sentimiento sino una neurosis social. Bruckner analizaba hace diez años las reacciones de Occidente ante el terrorismo: "la primera reacción es proclamarse culpables: algo tenemos que haber hecho. Luego ya vienen las explicaciones. Que si la miseria de aquellos países, que si los conflictos que se generaron allí, que si la humillación, que si el petróleo ¿Y si la pelota estuviera de su lado y fueran ellos los que no soportan nuestro modo de vida?". Pues el pedo nacionalista es otro de los efectos del masoquismo occidental, y así, llevados por la hipóstasis dios-patria-muerte van pasando los tiempos históricos convulsos y, de vez en vez, se nos permite una paz casi duradera.

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