No se escuchó nada especial. Ni un grito, ni un llanto, ni un alboroto. Si acaso un pequeño golpe. Poco más. De pronto sonó el portero electrónico: “Abra, es la Policía…han agredido a una mujer en el piso bajo…abra, por favor…”. Son las tres de la mañana. La policía accede al piso en el que vive un matrimonio joven con su bebé que hasta ese momento han sido ejemplo de convivencia. Entre gritos se llevan al hombre detenido, no más de 35 años, que llora, patalea…la vecindad alertada se asoma a las ventanas y asiste perpleja a la detención, al espectáculo. La policía protege a la mujer y al bebé y aconseja que salgan de la vivienda, que se vayan, que busquen acomodo por unas horas. Así lo hacen. Tres de la mañana; el bebé, dos años, y su madre, rubia y menuda, huyen calle abajo. La vivienda ha quedado vacía, ya no hay ni policías ni hombre agresivo. Se lo llevaron.

A la media hora vuelve a sonar el portero; es ella, la mujer y su bebé. Asustada sube la escalera no sin antes mantener una breve conversación de amanecida con los vecinos a los que les pide perdón. “Mi marido no es así. Nunca lo había visto en esa actitud; salió a trabajar y llegó con evidentes signos de haber “tomado”. “De pronto”, contó, “cuando llegó a casa golpeó el móvil, luego el lPad, estaba fuera de sí. Cuando le dije que me daba miedo fue él mismo quien llamó a la policía…”.

La mujer remató el relato con un “algo ha pasado, igual “ligó porquería” (cocaína) y se volvió loco”. Ya ven una noche complicada para una vecindad tranquila que vivió el suceso como una película de suspense, como cuando en la tele desde el sofá ves escenas de violencia doméstica. “No es mal hombre, nunca me ha puesto la mano encima, nunca, nunca…miren, ¿ven?, no tengo señales, ¡nada! No es mal muchacho, de verdad…”. Ojalá. Ojalá su diagnóstico sea certero porque serían mamá y bebé los primeros perjudicados si la intuición falla. Y es que hay tanto lobo con piel de cordero que toda precaución es siempre poca. Toda.