Hace cuatro días una joven fisioterapeuta de Las Palmas de Gran Canaria vivió la siguiente historia. La llama un hombre que dice tener un importante dolor en la espalda; “necesito un masaje para relajarme, estoy fatal”, le dijo. La chica le preguntó si venía recomendado y le contestó “me han hablado muy bien de usted” le comentó. La chica le aclaró que tenía la tarde muy complicada y le puso difícil poder atenderlo pero el hombre insistió tanto que finalmente le hizo un hueco para última hora de la tarde-noche.

El cliente llegó antes de la hora prevista y aguardó pacientemente hasta que le tocara la vez. Cuando el local estaba ya casi vacío, solo con una amiga recogiendo para ya cerrar, la chica le dijo que pasara al cuarto de masajes. A los diez minutos entró ella y se lo encontró complemente desnudo, de pie, e insinuándole que lo que quería no era precisamente un masaje. La chica, con mucho temple, le miró y le dijo que las casas de putas estaban en otro lugar y le recordó un “le dije que no tenía hora pero no crea que usted se irá de aquí sin pagar. Vístase y págueme. Y desde luego no le haré masaje alguno. Págueme y no dude de que llamaré a la policía”. El hombre, joven y de buena pinta, pagó y salió corriendo. No sabe que en el gimnasio quedó grabado su teléfono.

La fisio es una mujer trabajadora y cuando ayer contaba lo sucedido se le dibujaba la indignación en la cara. “¿Sabes?, tanta insistencia me hizo pensar mal…”.

Depravados de mierda. Hoy recupero un grito feminista de los noventa que se pregonaba mucho en las manifestaciones contra las agresiones sexuales y que viene a cuento: “¡El que quiera un agujero, que se compre un donuts!”

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