Hace meses alguien me propuso como personaje para un reportaje a una señora a la que llamaré Andrea. Me esbozó su perfil. Herreña, 77 años y su experiencia en África, su condición de matrona jubilada, su actividad en el terreno de lo social y un sinfín de episodios que me parecieron interesantes. Manos a la obra. Realicé los contactos necesarios hasta hablar con ella pero antes lo hice con su hija como introductora. “Oye, hablé con mamá y aunque no le gusta mucho la idea de salir en periódico la vi dispuesta. Llámale. De ti depende”. Lo hice y mantuvimos una larga charla.

Después de explicarle el formato del reportaje y aclararle que sería ella la que decidiría si quería o no salir en la prensa surgió la pregunta cura respuesta siempre teme un periodista. “¿Qué hacemos, Andrea? ¿sé anima?”. “Vale, le espero mañana”, contestó. El día siguiente estaba puntual en su casa pensando que lo tendría todo preparado para quitarse de encima lo más pronto posible a una periodista pesada. Cuando llegué la casa olía a café, me llevó al salón y no sentamos. No vi un solo papel a su lado, ni fotos, ni documentos, nada. Como se imaginarán necesitaba algunos datos que diera crédito al reportaje pactado, a la historia que quería escribir. Como la experiencia es un grado al intuirla un poco nerviosa le pregunté sin rodeos:“¿Qué le pasa Andrea?” Su respuesta me sacó de dudas. “Mire, no sé cómo me atreví a decir sí a la entrevista, estoy muy arrepentida y no sé qué hacer”, confesó preocupada por mi trabajo: “Pero descuide”, trató de tranquilizarme, “haremos el reportaje porque mi palabra es una”. Estaba asustada. Nos miramos, reímos, le pedí otro café y anulé la entrevista: “No se agobie; no haremos nada. No quiero que usted lo pase mal por mi insistencia”. Un suspiro de alivio fue su respuesta.

“Le seré sincera, anoche no dormí, soñé con este momento”, confesó. A partir de ahí, suspendida la entrevista, hablamos de mil cosas y ya al final, cuando me acompañó hasta el ascensor Andrea expresó su liberación con la toda sinceridad de la que fue capaz: “¡Ay, no sabe el peso que me ha quitado de encima!..”. Y volvimos a reír. Como en lo profesional yo iba por libre mi decisión no tuvo consecuencias laborales, en otras circunstancias, me caería una bronca. “¿Y ahora, qué metemos en esa página?”, sería el lógico reproche del jefe.

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