Tengo buenas amigas, amigas de años a las que conozco tanto como ellas a mí. Con el paso del tiempo he ido renovando el listado de amistades por distintas razones, todas razonadas.

En ocasiones las amistades se vuelven exigentes y la generosidad que tenían desaparece sin saber por qué, lo cierto es que poco a poco aquellos encuentros cómplices, divertidos, son solo recuerdos. El pasado es siempre un mal recurso, así que frente a recuerdos fantasiosos lo mejor es no perder el tiempo. Les voy a contar una experiencia vivida. Un día sonó el teléfono. No reconocí la voz que me saluda alborozada. Vuelve a llamar y deja un mensaje, mencionando personas, episodios y escenarios. La reconozco. Finalmente atendí la llamada. Creo que no hablo con esa persona desde hace 15 o 16 años. Su jefe, mientras lo tuvo, era y es un machango; no sabe hacer la “0” con un canuto y en su ignorancia pensaba que a las mujeres hay que tratarlas al trancazo, humillándolas e incumpliendo el pago pactado por su trabajo. Mi amiga le tenía terror; sabía bien que un despido suponía que su hijo abandonara los estudios. Las tres mujeres que trabajaban al lado no movieron un dedo para apoyarla hasta que las salpicaron los insultos. Un día mi amiga me contó cómo la presionaba el jefe para que le hiciera una entrevista que reforzaría su puesto de trabajo. Ser mi amiga era su problema. No era mala persona, no, era una mujer muerta de miedo. La Provincia había investigado oscuros negocios en China de los que participaba su jefe con el Cabildo de Gran Canaria como tapadera. Cuando finalmente hablé con ella lo entendí todo.

La despidieron a sabiendas de que con 55 años suponía la muerte laboral. Ni la liquidación le dio.

Y las mujeres de la casa riéndoles las gracias.

Cuidadito que los maltratadores siempre tienen una presa cerca.