El humor ‘ambidextro’ de Manolo Vieira

Al tiempo que nos hacía reír de lo propio, buscaba la risa protectora frente a las intromisiones ajenas entre lo particular y lo universal

Manolo Vieira. | | LA PROVINCIA/DLP

Manolo Vieira. | | LA PROVINCIA/DLP / Antonio Puente

Con ese sentido de la protección casi maternal de quienes, metiéndose duramente con su familia, no permiten que lo haga nadie ajeno, hacía que nos riéramos, sí, de la endémica precariedad interna, pero a condición de que lo hiciéramos también de cualquier mirada de superioridad externa que pretendiera vulnerarla. Su consigna era la de un vitalista bergsoniano de La Isleta: la robusta intuición bien humorada como el más idóneo faro para conducirse por las marejadas de la vida. La mejor baza del humor de Manolo Vieira ha sido, en efecto, el juego dialéctico entre lo local y lo universal, situándose -siempre al acecho de lo uno con lo otro- en su justo medio. Un humor bífido, de doble filo, y, en definitiva, ambidextro, que, del mismo modo que nos ofrece un antídoto para cualquier complejo de inferioridad frente al exterior, también se ríe, al otro extremo, de la autocomplacencia, la endogamia y el chovinismo desmedidos.

Se ha ido en pleno pistoletazo de salida del Carnaval, pero le venían más al pelo las comparecencias navideñas, pues su pelucón de brillo ceniciento remedaba la nieve de un árbol de Navidad, o, mejor aún, de un escuálido sauce llorón. Y semejaba ser también un díscolo monje del Oeste, sentado del revés en la montura, con una pandereta a la espalda y una armónica en el belfo. Tenía la boca árabe, un tanto acamellada, por momentos bisbiseante, como profiriendo una muda y prolongada letanía de beata, y de pronto, abrupta, bífida, deslenguada. Ese juego quebradizo era su mejor arma para el guineo de un humor solo aparentemente local. Por supuesto que sus arquetipos son netamente canarios; a veces tan insuperables como ese cuento de la pareja que, al marcharse de luna de miel desde Las Palmas a Agaete, profiere, al doblar la curva del Auditorio: «¡Adiós Canarias querida...!». Es imposible sintetizar mejor los más prolijos tratados sobre la psicología del hombre canario, quien, como la mayoría de los insulares planetarios, tiende a generar distancias para continentalizar la isla.

Ciertamente, el menú de su humor era de aquí. Y tan redondo que cabría entero en una mesa destartalada sobre un mantel de papel al viento en una boda de barriada. Sobre los platos, de plástico, voladores, nunca hubo vieiras, qué va, sino tollos y chochos, alternados por papas mosqueadas, manises manidos y roscas tiesas, que el comensal rematará con un queque de un solo viaje y ocho eructos de clípper de fresa... Su repertorio era, en efecto, bien local, pero, si jalamos del mantel, la mesa ofrece dimensiones universales.

Es por ese doble juego que su humor entusiasma a todos los públicos que tengan algo que ver con Canarias. Y justo por él, me temo, no terminó de calar en el exterior. Pese a sus 18 meses de éxito ininterrumpido, a mediados de los años ochenta, en el Florida Park de Madrid, y haber sido, entonces, uno de los humoristas más inteligentes, a todas luces, de aquella rueda de chistosos en el programa de difusión nacional «No te rías que es peor», su humor es intraducible, precisamente a causa de su bilingüismo. La noticia de su obituario ha calado en los medios de difusión nacional, pero como destellos, tal vez, del Viaje al centro de la tele; al punto de que titular «fallece el humorista canario Manolo Vieira», debería chocarnos tanto como si hubiésemos leído, en su momento, innecesariamente, «fallece el humorista madrileño Gila» o «fallece el humorista andaluz Chiquito de la Calzada»...

Si, con sus mismos recursos, Manolo Vieira hubiese sido un humorista vacío de idiosincrasia o, incluso, un canario unidimensional, capaz de explotar el «pío-pío» en un único sentido –a la manera que lo hacen con sus propios tópicos algunos chelis madrileños, ciertos mexicanos o, sobre todo, muchos andaluces–, tal vez otro gallo le habría cantado. Pero, por fortuna para todos nosotros, nunca hizo de Manolito de la Calzada, ni se apellidaba Moranco ni Canario Arrochet...

De la noche a la mañana, tomó la decisión de dejar de ser un camarero por cuenta ajena al que todo el mundo le pedía chistes para convertirse en un humorista que serviría las copas en su propio establecimiento. Primero en un recinto provisional, y luego, en su emblemático Chiste-Ra. Lo alternaría con aquellas incursiones en Madrid, e, incluso, en la televisión miameña. Pero el contenido de su repertorio incidió siempre en ese doble vínculo entre lo local y lo universal, con un humor que es, a la vez (como definía Joyce el insular irlandés), «wet and dry»: húmedo y seco. Un sarcasmo a raudales que, sin embargo, se muestra comprensivo y empático con los estereotipos que se denuncian. Desde una ingenuidad aparente (capaz de convocar al tierno verso de Lezama: «Bobito, frente de sarampión, mamita linda»), ha hecho mella en muchas de las miserias endémicas del ser canario, para, finalmente, garantizar la terapia. Manolo Vieira parecía aplicarse el cuento de aquello que decía Benedetti: que lo malo del exceso de autocrítica es que los demás se la acaban creyendo... En el currículo de su página web ha podido leerse durante años esta genialidad: «Es uno de los cinco canarios más populares». Nunca sabremos quiénes son los otros cuatro.

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