Literatura

Parte de una historia

Ignacio Aldecoa despliega toda la iconografía del turismo en esta novela de 1967

que marcó un giro en la narrativa española y abrió el camino a Benet o Goytisolo

Portada de ‘Parte de una historia’.

Portada de ‘Parte de una historia’. / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

He aquí una novela a la que siempre se vuelve. Publicada en 1967 marcó un giro en la narrativa española, superando el neorrealismo anterior y abriendo el camino a autores como Benet o Goytisolo. Novela existencial, intimista, social, lírica… calificativos que se le han aplicado y que demuestran su sencillez y complejidad. Contradicción aparente en la que se mueve toda buena literatura. Podría decirse que es una novela cebolla, tantas son las capas de lectura que encontramos en ella. Por ejemplo, la visión de la isla como paraíso, paraíso siempre para el de fuera. Para los isleños es isla de trabajo, no de postales. Definición perfecta de lo que es el turismo y lo que acarrea con el tiempo. Siempre el viajero encuentra el edén en lugar distinto del que vive normalmente y siempre ese edén es otra cosa, trabajo y por tanto sufrimiento, para los que lo habitan: «…pensando en tarjetas postales, en parejas abrazadas en plenilunios postales, en mujeres que se bañan en mares postales, en las risas, danzas, hazañas y corazones postales. Pero esta es una isla de trabajo.» Toda la iconografía del turismo desfila ante nuestros ojos, como esos expositores de postales que nos muestran, con un impulso de la mano, los atardeceres, las playas, las jóvenes en bikini, como si no existieran los camareros, las limpiadoras de piso… todos los que mantienen el paraíso listo para los visitantes. Los que trabajan, nosotros, los de aquí. O la premonición de los cambios sociales y culturales que traerá el turismo, las borracheras de los americanos, bebedores compulsivos, y las consecuencias de sus actos, arrastrando a parte de los habitantes de la isla, en contraste con el devenir, en absoluto rutinario, de antes de su llegada. Los peligros de la mar impiden que la rutina se instale. Son uno de los anclajes de la contundente frase: Pero esta es una isla de trabajo.

Por no decir del uso de un amplio léxico isleño, sobre todo de términos marinos. Bien usados, allí donde deben ir. Con oído finísimo el escritor vasco capta y emplea vocablos y expresiones haciéndonos escuchar a los canarios de la Graciosa: arrequintado, bacinilla, falúa, cachimba, jalar, liña, choni, maestro, niño… Piénsenlo, un escritor vasco, de tierra adentro como el mismo se definía, tiende la oreja y recoge los términos de la mar y la vida cotidiana de los hablantes de una isla a dos mil kilómetros de su lugar de origen. Este oído del habla ajena y esa manera de usarla con total naturalidad nos recuerda al Sánchez Ferlosio de El Jarama. Es la prueba de amor por el lenguaje como vehículo de expresión, de respeto al otro, al que nos es diferente. Recuerden que en aquellos tiempos para ser locutor o presentador de un medio estatal exigían a los canarios un acento neutro, casi de godo, obligándole a renunciar a parte de su identidad: el habla. Y Aldecoa da la vuelta a la situación, poniendo ese acento en su obra y haciendo que los protagonistas pertenezcan a la clase trabajadora. Serán los de abajo, en agudo contraste o con el narrador, del que no sabemos nada, casi un diletante, y con los chonis llegados del naufragio. Pero no hay mitificación alguna de esa clase. La mirada del autor es analítica, aunque sea cariñosa, veraz. Así, se describe el papel de las mujeres, siempre sumisas, en «su sitio»: «…los mozos de hoy tratan con mucha pamema a las mujeres (…) babosean, acaban siendo unos baldragas. La mujer te come si no le pones siempre la proa». En otras partes se describe la invisibilidad de las mujeres; aquellas que no conoce el narrador tienen casi siempre la cara tapada por el ala del sombrero. Solo aquellas de la familia que lo acoge tienen nombre y le hablan, casi como a un hermano o a un hijo. La diferencia con las dos extranjeras, la inglesa que parece tener una relación más igualitaria con su pareja o la americana de los americanos, más rebelde, será también marcada por el autor, como signo de los tiempos que habrán de cambiar. No hay nostalgia del paraíso, se sabe que tal no existe, que la vida de los isleños es dura, demasiado dura y arriesgada como para enaltecerla más allá del trabajo humano como motor del mundo, creador de riqueza, aportador de sustento. Y este narrador anónimo, que ha vuelto después de cuatro años a un lugar donde no hay nada: ¿A qué has venido donde nada hay? Le interroga Luisita la hija de Roque, también es capaz de sentir empatía, de ponerse en lugar del otro y reconocer que como la butaca del hostelero no hay otra mejor en el mundo.

Ello obedece a que Aldecoa combate el sobrentendido y explotado juego del hombre aislado en la isla, el hombre en su soledad. Mientras este reconocimiento de la soledad es clave en la obra de Camus, con quién se ha comparado a nuestro autor, Meursault está solo a lo largo de toda la novela, pese a sus mujeres, sus relaciones, el narrador de Aldecoa reconoce que le es imposible estar solo: la soledad es de los insolidarios, de los abatidos de corazón. Esta capa existencial recorre toda la novela, es parte del monologo del narrador. La soledad no existe en realidad, estamos siempre rodeados de gente, de los otros. En soledad no comeríamos pan ni podríamos salir a pescar en la barca, a ese mar incierto, a la costa africana, tan presente en Parte de un Historia. Porque ya no es un abatido de corazón, el narrador decide partir al final de la novela, con una frase que es espejo del inicio: «Ayer, a la caída de la tarde, cuando el gran acantilado es de cinabrio, he vuelto a la isla». «Mañana, poco después de que amanezca, dejaré la isla». Principio y final en el que no se nos cuenta ni cómo se llega ni cómo se parte de la isla, ni como fue la primera visita, esa que se recuerda en «he vuelto a la isla». Y en medio de las dos acciones no solo transcurre la anécdota del naufragio y sus consecuencias, también asistimos a la interrogación que se hace el escritor ¿De qué huyo? No sabemos que impulsó la huida, solo que esa fuga hacia la soledad se termina con ese rechazo a los corazones abatidos. No importa, lo que se nos cuenta es precisamente parte de una historia. No la historia completa, solo parte, una premonición de la obra abierta reivindicada por Eco. Pese a la simetría de las frases inicial y final, no hay círculo, cercado, Parte de una historia es una novela abierta, que se distancia del canon de planteamiento, nudo y desenlace. Solo es nudo, nudo marinero que nosotros debemos disfrutar.

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