Unamuno y Abisag

Resulta impresionante ver cómo estallan en la cabeza del pensador español lo que se sistematiza en la cabeza de los filósofos alemanes

Mural de Unamuno en Puerto del Rosario

Mural de Unamuno en Puerto del Rosario

Juan Ezequiel Morales

Juan Ezequiel Morales

Uno de los problemas del ser humano razonador es que, en principio, cree a pies juntillas lo que le dicen, al igual que asume el lenguaje con el que se relaciona. No puede ser de otra manera en una especie que lucha contra el dilema obstétrico (ha de permanecer nueve meses con la cabeza pequeña para poder pasar por el útero y al nacer y crecer es socializado a través del lenguaje y la represión descrita por Freud). Por eso resulta operativo que el método científico se instale como un dogma en la cabeza de los seres pensantes nacientes y crecientes, un dogma que en sí mismo solo se sostiene si hay algo medible con aparatos o medios materiales, y si no, no es ciencia. Un observador externo diría: «¿Y qué? La existencia es más que mediciones y materia», pero hoy día la palabra en boca de los voceros es «evidencia científica», siendo ésta la oficial y sin más planteamientos. Palabra de dios. ¿Quién se da cuenta de que eso no se sostiene? Cualquier filósofo honesto que, siguiendo la obligación del pensamiento natural, lo discuta todo, y así pasó con Unamuno, filósofo en la época en la que se pergeñaba la fenomenología Husserliana y Diltheyana, que partía de un dicho en griego, resucitado de Pirrón: Epojé, la suspensión del juicio, el partir de cero, el poner entre paréntesis todas las doctrinas heredadas sobre la realidad.

Aunque no lo parezca, en su juventud, Unamuno se planteó reformular las bases de la filosofía y la lógica. Escribió Filosofía Lógica, en 1886, con 21 años, lo que ha sido bien estudiado por el profesor peruano Armando Zubizarreta, erudito unamunólogo, quien ha proclamado que esa obra indica una honda asimilación del pensamiento de la época, el humanismo ateo, el cientificismo y el positivismo que se abrazaba por doquier en todas las disciplinas, considerando Unamuno en especial la incipiente fenomenología de Husserl (su Psychologische und Logische Untersuchungen es de 1891). Unamuno se pone positivista en la siguiente declaración: «Yo no soy materialista, yo tampoco soy espiritualista, porque ni sé qué es materia, ni qué espíritu, pero no soy dualista y creo en una sola fuerza para explicar toda clase de fenómenos». Y también se pone cientificófilo: «Pedid el reino de la ciencia y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura». Hace una descripción perfecta de lo que podría ser la conciencia, y que reproduzco porque es un dechado de precisión filosófica, previo a las descripciones fenomenológicas de Husserl y ciertamente pre-wittgensteiniano: «Llamo Conciencia al conjunto de los hechos y las ideas, los hechos relacionados a las ideas, y éstas relacionadas a los hechos, es decir, al conjunto de todo lo conocido. Viene a ser, en cierto modo, la Idea de Hegel, pero la Conciencia no es algo distinto del conjunto de hechos e ideas. En mi tecnicismo Conciencia significa universo, universo real e ideal, todo es dentro de la conciencia, es decir, de lo conocido. Decir que no podemos salir de la Conciencia es decir que no podemos salir de lo conocido, que el pensamiento no puede salir de sí mismo».

Fue por 1886 que Unamuno arreció en su positivismo a través de Spencer, pero decía en una carta de 1901 a Federico Urales: «Aprendí alemán en Hegel, en el estupendo Hegel, que ha sido uno de los pensadores que más honda huella han dejado en mí. Hoy mismo creo que el fondo de mi pensamiento es hegeliano. Luego me enamoré de Spencer; pero siempre interpretándole hegelianamente. Spencer, de vasta cultura, es como metafísico muy tosco».

Pero ¿qué le pasa, como buen español? Que le da un ataque místico y, en 1897, sufre una crisis de fe. Concibe la vida con sentimiento trágico (publica Del sentimiento trágico de la vida en 1913), y sigue en esa lucha hasta 1924, cuando políticamente se enfrenta a Primo de Rivera y termina exiliado en Fuerteventura, donde pergeña y cierra La Agonía del Cristianismo. Para Unamuno el problema de la existencia se convierte en superior al positivismo y la razón.

El erudito unamunólogo Nelson Orringer afirma que para Unamuno la razón es fundamentalmente escéptica frente a la posibilidad de la inmortalidad del alma individual y de la existencia de Dios, y por eso escribe: «La razón, la cabeza, nos dice: ¡Nada!; la imaginación, el corazón, nos dice: ¡Todo!, y entre nada y todo, fundiéndose el todo y la nada en nosotros, vivimos en Dios, que es todo, y vive Dios en nosotros, que sin Él, somos nada».

Resulta impresionante ver cómo estallan en la cabeza del filósofo español lo que se sistematiza en las cabezas de los filósofos alemanes. Unamuno resulta influenciado por el positivismo de Spencer y el idealismo de Hegel, reconoce el fenómeno asumible por la razón, pero que ésta a su vez no llega al mundo del nóumeno o la cosa en sí, no llega al mundo ontológico sino al epistemológico. Unamuno se enfada, y en una carta que envió a Luis de Zulueta, el 25 de abril de 1913, insulta al racionalista Cohen: «Estoy acabando de leer la Logik der reinen Erkenntniss, de Cohen, y me tiene contristado el pensar que este repulsivo saduceo, frío, receloso, maligno, lleno de gélido odio al cristianismo, haya deformado almas españolas. Hay que leer el acento de desdén que pone en palabras tales como: misticismo, mitología, romanticismo, Edad Media, etc. ¡Buen provecho le haga su conocimiento puro! ¡Ese hombre ha escrito además una ética! Y ya que no tiene valor para suicidarse, se dedica a suicidar moralmente a los demás».

No obstante, Unamuno distingue bien entre dogma y misticismo. Su espíritu filosófico, advenido de los fondos positivistas, no es santurrón, y en una carta que envió a Múgica en junio de 1892 se expresaba así: «El misticismo no es cosa que vaya inseparable de una religión dogmática, antes al contrario, misticismo y dogmatismo se repelen, y siempre los místicos han sido mirados con prevención por los teólogos dogmáticos y por la Iglesia. La teología dogmática es escuela de servidumbre y muerte y el misticismo lo es de libertad y vida. Se puede ser místico ateo».

En tiempos de la lucha por la vida de Darwin, Unamuno se va a la historia bíblica de Esaú y Jacob, que luchaban en el vientre de su madre Rebeca, y establece que el sentido último de la lucha es la lucha misma, la lucha por sobrevivir, y no sus objetivos racionales. De ahí salta Unamuno al deseo de inmortalidad, de la lucha por sobrevivir al deseo de inmortalidad como una «orientación psíquica» del ser humano, algo inserto en su propia ontología, y dice: «La inmortalidad que apetecemos es una inmortalidad fenoménica, es una continuación de esta vida». A partir de 1924, el concepto de sentimiento trágico de la vida se transforma en algo más pesado, en agonía, con la publicación de La agonía del cristianismo: «Agonía quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte».

El filósofo español entra en la metáfora ridícula cuando la vida agoniza de esta manera: la experiencia metaerótica, mística, que une al viejo rey David a Abisag, su última esposa, cuando ésta procura conocer a su rey, intentando engendrar por medio de él hijos carnales, pero ocurre que el gran rey David, en su vejez, no puede conocerla ya. Esa es la agonía filosófica, con trazos metaeróticos, de Unamuno. El tesauro metafórico concluye que dicho episodio bíblico señala que conocer no es un acto de unión carnal sino de unión espiritual, y en vez de tener como objetivo a los hijos biológicos pasa a buscar el «telos» del dogma cristiano de la resurrección de los muertos. ¡Uf!

Así llegamos al destierro de Unamuno en Fuerteventura, durante cuatro meses, en 1924, castigado por el régimen de Primo de Rivera. Unamuno se impactó con la isla y pensó que iba a morir allí. La llamaba «miserable isla», un lugar donde otros queremos ahora vivir una vida piana y sin agonías. En otros momentos, dentro de esos cuatro meses de destierro, ensalza la «eterna primavera» de una «isla acamellada» y de naturaleza «desnuda, sedienta, esquelética». Publicó al año siguiente, 1925, La Agonía del Cristianismo, en francés, que terminó apareciendo en español en 1931: «Este libro fue escrito en París hallándome yo emigrado, refugiado allí, a fines de 1924, en plena dictadura pretoriana y cesariana española y en singulares condiciones de mi ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual y de una pesadilla de aguardo».

Pero para terminar con el pensamiento más filosófico, vamos a una frase famosa de Unamuno, de la que sí merece la pena elucubrar, de un escrito suyo de 1906: «Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó». Un filósofo que el 12 de octubre de 1936 había intentado calmar el fragor guerrero y dijo «vencer no es convencer ni conquistar es convertir», treinta años antes parecía despreciar el empeño inventivo, la guerra de la mente, el avance tecnológico, dado que era más apetecible filosóficamente entrar en el interior del espíritu, y no dedicarse plenamente a inventar y razonar febrilmente en busca del éxito material. No era una claudicación en pos de la burricie y la holgazanería española, sino un enardecimiento de la parte espiritual, conciencial, del ser humano.

¿La guerra? ¿La ciencia, hija de la guerra, como decía Heráclito en su fragmento polemos pan pater esti? Ni hablar. El humano es viejo para yacer con Abisag… por ende, en vez de la guerra o la ciencia, vamos a vivir, a retozar ¿Qué no se puede retozar? Pues a transcender. Guerreros y científicos, pues, nunca llegaron a entender al filósofo del sentimiento trágico y agónico de la vida. Un filósofo españolísimo, quijotesco y místico.