Las guaguas, una veintena por lo menos, habían tomado literalmente León y Castillo. Fueron llegando poco a poco y su imponente (y sobre todo masiva) presencia había terminado por alejar el resto del tráfico de la calle. Pitando sin parar, los conductores acababan de echar el resto en un larguísimo conflicto dirigido a eternizar sus viejos derechos. Sus iras iban dirigidas a un hombre que se presumía agazapado en un despacho de la planta sexta del viejo hotel Metropol. Y sí, allí estaba él, con la puerta cerrada. La suya y la de su secretaria, Rosario. Igual que otras estancias del mismo piso, balcones incluidos. A pesar del ruido, de la presión, del exceso de días de una negociación sin fin, de un alcalde inflexible que de vez en cuando usaba gasolina para apagar el incendio, él permanecía ajeno a la crispación. "¿Y qué quieren que haga, que ceda ahora?", preguntaba enfa-dado a su alrededor. Enfadado, sí, pero sin perder los papeles, embutido en su eterna tensión baja. Ese tipo era Juan José Cardona González (Arucas, 1962), desde ayer alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, y aquel tiempo era el año 1997.

Aquel cruento conflicto con los guagüeros retrató muy bien a Cardona, concejal de Transportes y presidente de Guaguas Municipales en aquellos primeros años de José Manuel Soria en el Ayuntamiento, pero aún tardaría en descubrirse su afán por el tanteo. Su imagen, hasta entonces sombreada por la larga figura de aquel alcalde, se volvió la de un hombre duro, inflexible, tipo sherif de western. Bien es verdad que tenía enfrente al colectivo más temible de cuantos trabajaban en el Ayuntamiento, dispuesto a dejarse la sangre y recurrir al fuego con tal de no ceder un centímetro. Tras emplear durante meses el estilo del palo y la zanahoria, estrangulando al máximo el derecho a la huelga, pero aviniéndose a negociar siempre, aquella invasión guagüera del mismísimo Ayuntamiento colmó su pa-ciencia y firmó el despido del comité de empresa en peso. Nunca nadie se había atrevido a tanto. Al revés: en lugar de avanzar, el político de turno daba un paso atrás, agachaba la cabeza y aceptaba otra prebenda en el convenio. Aquello acabó en paz social y readmitió a los sindicalistas.

Posiblemente, mucha culpa de esa manía suya de responder bien armado al que intenta acribillarle, y sin perder por ningún momento la compostura, la tenga su primigenia educación en la ciudad de Arucas, urbe de señorío y buenos modales. Bien es verdad que en el arte del tentetieso tuvo a otro maestro. Lo conoció cuando salió de Gran Canaria para ir a Madrid a estudiar Derecho. En la capital de España, en los primeros años ochenta, compartió sus primeras inquietudes políticas con José Manuel Soria, con el que congeniaría casi siempre. Pero 12 años compaginando poder acaban agrietando intereses, y eso les separó un tiempo. Su primer roce serio se produjo cuando ambos compartían aún el gobierno municipal, y precisamente por esa manía de Cardona de intentar sumar a su voluntad a la mayor parte de adeptos posible. Después de que Soria se negara a derribar el polémico parquin de la Cícer, su concejal de Urbanismo acabó sentando a los vecinos y firmando con ellos su demolición.

Y es que quien desde ayer es la primera autoridad de la ciudad acentuó sus dotes de negociador en sus primeros tiempos como delegado de Urbanismo, dos años después de la guerra de las guaguas. Cuando Soria le soltó el cargo, tras la turbia dimisión de Jorge Rodríguez por reconocer favoritismos a una empresa, quedaban escasos meses para las elecciones y Cardona se encontró con un panorama casi terrorífico: 15.000 alegaciones contra el Plan General y decenas de barrios de uñas contra el gobierno municipal. Contra todo pronóstico, y cuando la sensación general era que el planeamiento urbanístico estrellaría a aquel gobierno contra las urnas de mayo de 1999, las cosas volvieron a su sitio de forma asombrosa y casi sin tiempo: se echaron para atrás la reposición integral del barrio de Las Rehoyas, un hotel en El Confital y un porrón de pequeñas actuaciones desperdigadas por la capital.

Para conseguirlo, Cardona se reunió con media ciudad mientras Soria hacía campaña a su lado. Fue el negociador que abrió la puerta a la mayoría más absoluta que jamás logró un partido político en el Ayuntamiento. Y es que es un tipo que tantea y regatea todo y con todos, desde promotoras a vecinos, pasando por la oposición política. Y cede. A veces más de la cuenta.

Su otra vertiente como negociador se conoció en el siguiente mandato. Soria premió su desenvoltura con los vecinos dándole plenos poderes sobre el urbanismo de la ciudad. Eso incluía el colofón del Plan General. En un año y medio, Cardona tomó, en unos casos, o heredó y consagró, en otros, las decisiones que hipotecarían, para bien o para mal, el futuro de Las Palmas de Gran Canaria: el convenio del Canódromo, el uso residencial de las parcelas municipales de Pavía y La Minilla, la subasta del solar Woermann y el parquin de la Cícer, por citar sólo algunos de los casos más sonados.

A toda crítica, viniera de la vecindad o la oposición, Cardona siempre le buscaba un lado tan exageradamente bueno que hasta parecía que el ciudadano tenía que darle las gracias. Cuando se le increpaba por las dudas del convenio del Canódromo, vendía que los vecinos iban a ganar un parque donde había un terregal. Y si se le cuestionaba por la operación del Woermann, salía con que gracias a ese negocio para inmobiliarias, la Unelco salía de la Cícer y regalaba un espacio a la capital. El caso es que lo público, insistía, siempre salía ganando. Aunque realmente no fuera así por sistema, dice la historia.

Fue negociador con las grandes inmobiliarias que optaron a la construcción del edificio Woermann, las mismas que concursaron a la parcela de La Minilla, y fue el gran precursor del convenio urbanístico del Canódromo, el que permitió las torres que están a un pico de ser derribadas por la Justicia.

Y el destino, que es perverso, lo pone ahora al frente de la ciudad para que solucione aquel entuerto. Será entonces cuando nuevamente ponga a prueba su capacidad para el regate y qué tipo de negocio es capaz de vender a quienes le han regalado el bastón.