Tropezones

«Savoir faire»

Lamberto Wägner

Lamberto Wägner

Disculpen el barbarismo del titular. Podría haber escrito «saber hacer» o incluso el anglosajón «know how», pero el sentido de la versión francesa es menos pedestre, con ese matiz chovinista que la acerca más al de unas capacidades en grado superlativo.

Porque estoy hablando de la destreza, de la habilidad, de la perfección rozando el virtuosismo que caracteriza la actividad profesional de ciertas personas. Nunca deja de sorprenderme, por lo insólito, ver en acción a alguien que se supera en el desempeño de su faena, sea esta la que sea. Puede tratarse del empleado de gasolinera que reposta mi vehículo sin derramar una gota y con gestos precisos casi malabares me limpia el parabrisas, los espejos retrovisores y hasta le da tiempo de regalarme una sonrisa en tanto termina de llenar el depósito.

Pero es un «savoir faire» que no tiene por qué depender del grado de cualificación: lo podemos encontrar tanto en un director de orquesta como en un piloto de fórmula 1.

Y para que me entiendan les voy a citar un personaje popular que encarna como ninguno esta destreza y compendio de habilidades que tanto nos cautivan.

Me estoy refiriendo a un muy querido cocinero, que a la hora del mediodía nos muestra por televisión la preparación de uno o varios platos, con la profesionalidad de un consumado chef, que compagina con la amenidad de un animador y la naturalidad de un amigo de la familia.

Las tareas son aparentemente básicas y elementales: seleccionar recipientes y utensilios, picar las verduras, poner a hervir las legumbres, freir las papas, salpimentar las viandas, pasar las frutas por la batidora etc. ¿Qué fácil, verdad?

¡Pero es que hay que verlo! Cada lance de la preparación es un espectáculo. Si tiene que cortar unos ajos, les propina primero un cariñoso manotazo con lo que éstos se desprenden a medias de su cáscara, facilitando el paso siguiente.

A la hora de picar una cebolla, ya sea en taquitos o en juliana, procede a pelarla primero, con un gesto que es economía de esfuerzo y de tiempo, visto y no visto. Sí ya sé que son cebollas de concurso perfectas, rigurosamente seleccionadas para su sacrificio televisivo. Pero inténtenlo en su casa y verán. Por no hablar del acelerado repiqueteo del picado, mirando al tendido y sin dejar de platicar. Porque hasta en eso cuida los detalles: manipular el producto puede ser vistoso cuando se ejecuta con la pericia que le confieren 40 años de experiencia, pero es un proceso repetitivo. Para amenizar el espectáculo, nuestro cocinero, que ya se ha hecho amigo nuestro, no deja de contar batallitas o de explicar lo que está haciendo, y por qué lo hace. Si corta unas papas no se limita a ello: se explaya en hacernos partícipes del secreto que hará que la papa se empape de los sabores de sus compañeros de guisado. La corta en parte y en el último recorrido del tajo rompe la papa: es el chascado, que multiplicará la superficie de abordaje de los aromas aledaños.

Pero es que cada gesto es un prodigio de destreza, de economía y de limpieza: hasta rebañar de la tabla unos pimientos picados lo consigue en uno o dos pases de la hoja del cuchillo , nunca en tres o en cuatro como Ud. y como yo. Es un virtuosismo del gesto, con la misma precisión con que un pianista lleva sus dedos al teclado o el cirujano maneja su bisturí.

Y ya en el colmo de la perfección, para amenizar toda la función, se permite, mientras se pochan las chalotas, entretenernos con algún chiste.

Aunque hasta en esto riza el rizo: son chistes, sí, pero lo suficientemente malos como para no distraernos del talento de prestidigitador que está desplegando ante nuestros ojos.

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