El revés y el derecho

Tristes luces de las inolvidables alamedas

Juan Cruz

Juan Cruz

En 1970 regresaba a Chile Pablo Neruda, el poeta. Venía de París y de Cannes, a bordo del Christophoro Colombo, y su barco, en el que el poeta viajaba con su amor definitivo, Matilde Urrutia, pasaba por Tenerife, donde yo trabajaba para el diario El Día. La pareja se dirigía a la perla que es la misteriosa Valparaíso, ese balcón que le canta al mar y le susurra al peligro de las grandes alturas.

Así pues, el poeta llegaba en barco a la isla en la que lo conocí y en la que me había aprendido sus poemas de amor y también su canción desesperada. Era nuestro ídolo, con César Vallejo. Por otros motivos, igual que América Latina, con la inclusión entonces de Cuba, Fidel y Che Guevara, Chile era el espejo caliente de nuestra esperanza de que el futuro fuera mejor que la mezquina patria que a los españoles nos había dejado la guerra.

Alguien de la consignataria me anunció que por allí vendría Neruda en un barco y me faltó tiempo para reclutar a poetas, periodistas y veteranos defensores de la República vencida, por si aquel hombre grande y soñoliento bajaba a saludarlos. Nosotros íbamos a subir a buscarlo, aunque nadie sabía que estábamos allí como un ejército chiquito de atrevidos, pero había que saludarlo, era nuestro ídolo, y ahí lo íbamos a saludar, a comprobar que su mano, fláccida, cansada, tenía menos vigor que su poesía.

Era, en fin, como si nos viniera a ver el abecedario de la poesía, mezclado con la convicción de que el mundo iba a ser otro cuando todos se supieran sus poemas, y todos los poemas, igual que nos sabíamos de memoria los nombres propios de nuestros ídolos de la izquierda mundial. Venía Neruda, y Chile va a ganar, Allende va a ser el porvenir de la historia del mundo. Daban ganas de cantar mientras subíamos las escaleras. Las escaleras eran nuestras alegres alamedas de entonces.

Los veteranos se quedaron abajo, en un restaurante que más de un siglo antes le había servido de lugar de descanso, a finales del siglo XVIII, a Alexander Humboldt, que emprendería poco después su decisivo viaje americano. Humboldt dejó dicho, habiendo estado ocho días en las dos grandes islas, Tenerife y Gran Canaria, lo que luego fue siendo verdad sobre la fertilidad misteriosa del archipiélago, así que esparció la esperanza de que en algún momento aquella tierra sería más fértil o más rica, como otro espejo de América, a la que se parecía.

Los veteranos, pues, se quedaron a la espera del poeta y los jóvenes subimos las escaleras de madera del trasatlántico italiano que transportaba a la pareja, Matilde, Pablo, hasta entonces entretenidos en la vida diplomática parisiense y ahora presas de la prisa por ver si, en efecto, Chile se convertía en una república socialista o al menos un islote de izquierda cerca del cono sur americano.

Los jóvenes comulgábamos con esta esperanza, así que íbamos a encontrarnos con el poeta y con su mujer como si ellos nos fueran a regalar una esperanza que ya no esperábamos de nuestro propio país. Chile era, eso fue así, el espejo de un porvenir que nos afectaba a todos. Y Allende era, en ese momento, el hombre al que iba a ayudar Neruda, y eso nos hacía sentir que el poeta iba en misión especial al otro mundo.

En ese momento se sabía, pues, que Neruda, que había hecho escala en Barcelona, con su mujer y otros amigos chilenos, se desplazaba de vuelta a su país para ayudar a su amigo Salvador Allende en la tarea de alzarse con el triunfo de la izquierda en los próximos comicios chilenos. Hasta que llegó el poeta y cada uno de nosotros le estrechó la mano. No era tan fuerte esa mano como lo que salió de ella para convertirse en la música de Residencia en la tierra.

En aquella escala Neruda nos saludó a bordo y nos dijo, al lado de los ojos verdes y largos de Matilde, que habida cuenta de que allí, en territorio español, mandaba la larga, infecta, dictadura de Franco, él no descendería, no pondría sus pies en la tierra marcada por la huella de aquel militar despiadado. Palidecimos todos, porque abajo esperaban los veteranos, para los que una palabra de Neruda podía ser un regreso al tiempo en que vivir aun no era un peligro.

Días antes Neruda y los suyos habían bajado para pasear, con su amigo Gabriel García Márquez, que vivía en la calle Oso de Barcelona, por las Atarazanas… Yo había visto en La Vanguardia una noticia de aquel descenso del barco a la ciudad, que además estaba ilustrado con fotografías en las que, como en este momento que estoy narrando, se le veía también al poeta fumando en pipa. El fotógrafo que nos había acompañado en el viaje a Neruda lo había retratado así, mirando de reojo, mientras Matilde le iba diciendo que no fuera borde con los chicos.

Así que le dije al ilustre personaje de las letras y de la diplomacia que la ciudad de la que acababa de venir también era territorio de Franco, como el muelle de Tenerife. Matilde Urrutia nos miró, yo la miré, y luego nos miró Neruda, que nos hizo un requerimiento que significaba que aceptaba el descenso que le proponíamos si le prometíamos algo de su apetito americano.

--¿Y si bajo ustedes me consiguen arepas?

Pudo haber pedido cualquier otra cosa que le hubiéramos dicho que sí, que se lo conseguiríamos, así que su comitiva vino detrás nuestro hasta donde estaban nuestros amigos mayores, entre los cuales había un poeta grandioso, Pedro García Cabrera, surrealista y comunista, Eduardo Westerdahl, amigo de Pablo Picasso y de Óscar Domínguez y director de una revista, Gaceta de Arte, que había atraído a Andrè Breton al rescoldo surrealista de la isla, y Domingo Pérez Minik, cronista literario de La Nación de Buenos Aires y de la revista Ínsula, y uno de los grandes del análisis teatral de esa época. Todos rojos, por así decirlo.

Neruda bajó, por supuesto, como si descendiera lentamente la bandera de Chile, del Chile que venía. Lo pasaron muy bien, se rieron como amigos antiguos (de algunos había sido Neruda corresponsal en la época republicana) y quedaron en que la vida los iba a poner otra vez cerca, en Chile o en medio de las mareas de Canarias. Fue emocionante para nosotros también, porque parecía que estábamos viviendo a la vez el presente del que se alejaba el fantasma de Franco y el pasado en el que la República les había regalado la esperanza de vivir para siempre en otro mundo en el que, allí y aquí, habría otra vez libertad.

Desde esa noche algunos pensamos que quizá habría que irse a Chile, a orientarnos en la previsible república de izquierdas que iba a poner a andar, si ganaba, Salvador Allende. Dos años después aquel amanecer fue de hierro y maldad. Murió tanta gente, murió Neruda, por ejemplo, víctima de fármacos quizá contaminados, murió Víctor Jara, torturado, murió tanta gente, tanta ilusión se fue por el sumidero vano de la historia, hubo tanto desconcierto y tanta tristeza.

Eran ya tristes las alamedas que Allende había anunciado como esperanzas que resucitarían en otro tiempo, pero el Estadio Nacional se había abierto ominosamente para acoger a los que iban a ser asesinados.

Ahora hace exactamente medio siglo, media vida sin la alegría feraz de las alamedas, aunque Chile ya es otro. Los países guardan los recuerdos, y el dolor, y la esperanza como un sueño en el que una vez se plantó un árbol bajo el cual se oía el canto desorientado de un hombre, de una mujer o de un niño. Y de un poeta.

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