Reflexión

Las aguas bajan negras

Conferencia de Fernando Clavijo en el foro organizado por la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD)

Conferencia de Fernando Clavijo en el foro organizado por la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD) / María Pisaca

Emilio Vicente Matéu

Emilio Vicente Matéu

A la vista de cuánto andan revueltos los asuntos públicos, tanto de fronteras afuera como de fronteras adentro, no faltará quien prejuzgue un alegato político, ecológico, o social en general. No; hoy caminamos por otra senda que goza de sentido propio, aunque también puede tener mucho que ver con aquellos temas.

Con este título, el director José Luis Sáenz de Heredia estrenó una película en 1948, cuyo guion se basaba en la novela de Armando Palacio Valdés, La aldea perdida. En ella, y con un tinte maniqueo poco disimulado, narra el enfrentamiento de los aldeanos de un pueblito del norte de España que representa la defensa de la tradición y sus valores inherentes, contra los advenedizos que pretenden explotar la minería del carbón en nombre del progreso e imponiéndose sobre los supuestos valores tradicionales. Cuando termina el relato, que desemboca en tragedia, queda reverberando en el aire un interrogante con respuesta tácita incluida: con la llegada del progreso ¿seguirán siendo siete los pecados capitales? Un buen punto de partida para reflexionar sobre el significado de la palabra progreso y sus derivados. Hoy continúa presente el mismo debate que en la trama del film, incluso con virulencia crecida, cuando cualquiera se define a sí mismo como progresista, por el único mérito y razón de asumir ese calificativo por arte de birlibirloque, y considerarse como el único posible diseñador de la Arcadia feliz, frente a quienes, según estereotipo facilón, sólo se empeñan en ver la vida en blanco y negro.

Si partimos del significado etimológico de la palabra progreso, caminar hacia delante, consideramos que ninguna persona sensata puede situarse frente al progreso. Siempre me enseñaron, y así lo he vivenciado desde mi infancia, que en la dinámica de la vida no progresar es como retroceder. El mundo, la sociedad, la persona, son puro dinamismo que ha de ir conquistando nuevas cotas de perfección y nuevos niveles de bienestar, incluso más allá de lo estipulado como estrictamente necesario para la vida. Y así ha ocurrido desde que el mundo es mundo, aun con pasos hacia delante y pasos hacia atrás.

En base a ello es lícito preguntarnos sobre los aspectos en los que consideramos haber progresado efectivamente, como en aquello en lo que hemos renunciado en aras del progreso. Cada cual podrá responder a los interrogantes a la vez que cuestionarse hasta qué punto está dispuesto a pagar el tributo necesario para lograr esas metas de progreso; y también si estamos dispuestos a renunciar a la parcela de intereses particulares para lograr que ese supuesto caminar hacia delante lo sea con una meta clara y precisa que nos ofrezca un horizonte mejor a todos, aunque individualmente nos duela. Puede que nos sorprenda comprobar que, en determinados aspectos, ese caminar hacia delante está plagado de obstáculos, o que incluso se trate de toda una regresión.

Bajando al terreno de lo concreto, podemos comprobar cómo, afortunadamente, ha progresado el reconocimiento de la dignidad humana frente a tantas resignaciones predicadas antaño en este llamado valle de lágrimas. Son innegables las conquistas concretas que celebramos con alegría, tales como el reconocimiento de la igualdad entre todos los seres humanos, o el derecho a satisfacer las necesidades de la vida que nos permiten ser personas, como es el acceso a la educación, a la sanidad, a la vivienda, a la seguridad; la conquista de una reconocida libertad frente a esclavitudes sociales, aunque, desgraciadamente, el logro real de esos derechos sea harina de otro costal.

Pero tanto progreso no se percibe como tal cuando contemplamos nuestros litorales engullidos literalmente sin posibilidad de marcha atrás; nuestra geografía surcada por infinidad de asentamientos invasivos en una nueva configuración de los espacios; nuestra atmósfera deteriorada hasta el punto de provocar cambios climáticos casi irreversibles con incidencia directa en la salud de los ciudadanos y en la estabilidad del planeta.

Algo contamina nuestro progreso cuando la soledad y el desconcierto por las exigencias sobrevenidas en el funcionamiento de la sociedad, corroe los días de tantos y tantas, más evidente en los ancianos aunque no solo en ellos, generando un incremento alarmante de ansiedades y angustias; o cuando faltan suficientes razones para vivir, siendo el suicidio una de las causas de muerte más frecuentes en jóvenes y niños, precisamente en quienes habría de brillar con más esplendor la ilusión y la esperanza de vivir.

El progreso no alcanza al corazón humano cuando la violencia entre las personas presenta cifras tan escandalosas en todos los tramos sociales y en los cuatro puntos cardinales del planeta y cuando las interminables confrontaciones internacionales continúan destruyendo recursos y vidas sin fin.

Echamos de menos progreso eficaz en nuestros criterios educativos, teóricamente fundamentados en la sincera preocupación por los menores (no solo en el ámbito escolar), cuando abandonamos determinados perfiles éticos o morales que han sido el punto de apoyo en el crecimiento personal de muchos y optamos por un nuevo perfil basado en la falacia de creernos el ombligo del mundo.

¿Hasta qué punto progresamos con determinados logros? ¿Hasta dónde suponían una rémora algunas dejaciones? ¿Seguirán siendo siete los pecados capitales? Ni esclavos del pasado porque siempre haya sido así, ni afán ciego por lo snob, ni renuncia a nuestras raíces por el inmediato placer de un plato de lentejas, que a menudo vienen cocinadas con demasiado chorizo.

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