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Vívete a tope

El comienzo de la Gala de la Reina del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, en imágenes

El comienzo de la Gala de la Reina del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, en imágenes / JC Guerra / Andrés Cruz

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

En ese libro sabio y divertido, El Carnaval, el gran Julio Caro Baroja ofrece una erudición que no es gris y polvorienta, sino colorida y llena de vigor creativo. Caro Baroja, después de estudiar las carnestolendas en numerosos países, regiones y villas y sus patrones rituales, se detiene en los primeros intentos de apropiación de los carnavales para mayor honor y gloria de la clase gobernante y señala explícitamente a la Florencia de los Médicis.

Lorenzo de Médicis, a finales del siglo XV, «convirtió en carnaval florentino en una pantalla de lujo y ostentación, en un gran espectáculo de pompas deslumbrantes que excitaban la imaginación de las masas, pero que redundaban en beneficio de su gloria personal, de su linaje, de su ciudad, y contra los enemigos de su poder». Porque, efectivamente, los poderosos más inteligentes entendieron la fuerza cohesionadora que inyectaba el carnaval a una sociedad y que solo había que gestionarla en la dirección correcta para que contribuyera a reproducir su poder.

«La ostentación a través de la indumentaria, los adornos y la búsqueda del lujo más desenfrenado cimentaban la arrogancia del poder establecido confiriéndole un componente público y teatral de primer orden». Lorenzo de Médicis repartía en los salones palaciegos y en las plazas públicas vino, comida y golosinas. Caro Baroja describe cómo florecieron carnavales en ciertas ciudades españolas en los siglos XVIII y XIX impulsados por las clases burguesas donde los elementos burlescos y paródicos –caso de existir– se redujeron al mínimo.

Los carnavales de Santa Cruz de Tenerife –y por supuesto los de Las Palmas de Gran Canaria– son bastante recientes. Tenemos relativamente pocos indicios de los carnavales del siglo XVIII y primeros años del XIX, que en punto de espíritu crítico y burlón siempre fueron muy moderados bajo el aplastante control ideológico y moral de la Iglesia católica. Los ricachones de la sacarocracia isleña invertían en el ornato de iglesias y la dotación de conventos antes que en fiestas de máscaras.

Los carnavales no empezaron en realidad por estos andurriales hasta muy a finales del siglo XIX y principios del XX y estaban impulsados y protagonizados por los sectores populares menos estrangulados económicamente: empleados municipales, artesanos, venteros, aguadores. El pueblo no tenía medios para hacer un carnaval entre el hambre, las enfermedades y la insalubridad. Era ese el carnaval de un pueblo modesto, recoleto y pobre, unas fiestas desconectadas de cualquier creencia, mitología o praxis del mundo rural, básicamente, unas fiestas para enmascararse, bromear y cantar.

Ese es el origen de las carnestolendas chicharreras que solo muy tardíamente, a partir de los años setenta, y en especial después del fin de la dictadura franquista, adquirieron su actual fisonomía. Entonces comenzó el efecto Médicis y el poder político metió cava vez más pasta en la fiesta y en los grupos, burocratizó y regimentó su organización, creó concursos y premios, implantó normas y reglamentos. La élite política engrandeció el carnaval para engrandecer su propia imagen y afilar su maniobrerismo.

Ciertamente yo critico ese carnaval regimentado, competitivo y narcisista que, para colmo del disparate, se toma en serio a sí mismo y proclama un orgullo infinito carente de cualquier sentido del humor. Un carnaval que ya no vacila en los escenarios, sino que se indigna, que ya no baila, sino desfila, que ya no emociona, sino que lucha por un premio que no significa absolutamente nada, que ya no coloca en el jurado de la elección de la Reina a nuestra gente, sino a famosetes de tres al cuarto a menudo de equívocos rostros profesionales.

Pero el carnaval no es eso. El carnaval se rescata a sí mismo en la calle. En el desconcertante deseo de ser feliz fugazmente aquí y ahora. En no poder contener la risa, las ganas de bailar, el exceso de drogas, en encajar en una multitud que no acusa, ni juzga, ni condena a nadie. Eres una ciudad que ha decidido vivir solo una semana al año, pero si es así, Santa Cruz de Tenerife, vívete a tope.

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