Opinión | Risas y fiestas

Desnudez con las amigas

Hubo una época en la que no me desnudaba delante de mis amigas. Ahora que puedo hacerlo, que me da igual cambiarme de ropa delante de ellas en la playa o donde sea, me parece esa una realidad extraña, ajena, pero solo tengo que indagar un poco en mi memoria para recordar la sensación de vergüenza pinchuda. Esa misma vergüenza, con esa misma raíz y con ese mismo alivio y solución, que me venía de hecho en muchas otras ocasiones. Me rasco solo de pensarlo.

Incluso cuando me desnudaba no me desnudaba. Por ejemplo, recuerdo una noche en la playa, no había nadie y estábamos tan enraladas que nos daba miedo que llegara alguien y nos gritara este enralamiento aquí prohibido y nos íbamos escondiendo en los salientes de las roquitas, entre montañitas de arena que nos parecía que al sentarnos a su lado nos ocultaban. Una de mis amigas propuso vamos a bañarnos, que no hay nadie. Y todo el mundo se quitó la ropa y surgieron unos bikinis improvisados que de verdad parecían bikinis, que de verdad me hacían pensar en la diferencia verdadera entre unas bragas y un sujetador y un traje de baño preparadito para que lo vea todo el mundo, para presumirlo y. El mío no. La diferencia estaba en mí.

Yo tuve que entrar al agua tapándome un poco el cuerpo con los brazos, alegando tengo un frío que me muero pero vamos pa dentro sin pensarlo que la vida es una, ocultando partes de mí como tras las dunitas que no eran ni dunas (y mis extremidades que se creían camiseta y vaqueros y no eran nada, solo el intento tonto de sentir que aquello no estaba pasando porque yo no estaba lista). El caso es que, aun haciendo eso, como el clima era de CHOSSS GUAPÍSIMA EXPERIENCIA ESTAMOS TAN UNIDAS SOMOS LAS MÁS AMIGAS DEL MUNDO CHOS CHOS CHOS, yo fingí liberación sin darme cuenta. También salté en el agua como un Goldeen. También salpiqué a las otras y también miré la luna haciendo el cristo y susurré este momento está fuera de las lógicas de la vida, las rompimos.

Todo eso mientras me contorsionaba para que no se me vieran las chichas.

Como decía antes, no solo sucede con el cuerpo, no solo sucede con la desnudez de la ropa, no solo nos tapamos los pelitos crecidos de las piernas porque nadie nos avisó y para enseñarse de verdad se necesita preparación (esa es la diferencia entre la ropa interior y el bikini: tú sabes que te vas a quedar en bikini y te acicalas). Pasa con todo. La casa limpísima porque va a venir visita y a la visita queremos enseñarle cómo pasamos los días en esa cocina, pero para ello no se enseña la cocina del todo tal cual, sino con unos cambios que lo que van a hacer es que la cocina se sienta tolerable. Que nosotras mismas la toleremos.

Pasa en general con lo que somos, con lo que sentimos que nos delata, que se nos sale de control, que no encaja en lo que creemos que son los otros, que revela una autoimagen que vamos esquivando todo el rato (aquí prohibido) porque existir parece a veces taparse el ombligo con las manos tan abiertas. Qué dolor de palmas. Todo para abarcar un rechazo.

¿No les pasa que a veces, incluso cuando tienen conversaciones íntimas, algo dentro de ustedes sabe que están en una postura con la que meten barriga? Emocionalmente, me refiero. Identitariamente. Casi como si ciertas partes de nosotras necesitaran de otro lenguaje para pronunciarse, como si entonces tuviéramos que renunciar a ellas y movernos por el mundo interpretando solo la información que transmitimos a las otras. Es decir, ignorando esa sensación de estar cerradas porque hemos llegado a lo máximo que puede abrirse el muñeco que nos representa.

Abrirse a las otras no es eso. Cuesta hacer ese clic. No es discurso. No es comportarnos como de antemano creemos que somos en ese terreno privadísimo. Es descubrir en cada interacción, en cada charla temblorosa, quiénes vamos siendo. Es entregarnos a la idea de que ellas van a saber cosas de nosotras que a lo mejor nosotras no sabemos. Es confiar en la amabilidad y la generosidad de la percepción ajena y entenderla como vital para conocernos, y sobre todo: es aprender que todas nuestras partes son dignas de ser vistas y no hay un poso de secreto indecible, no hay un poso de cuerpo que debe guardarse para que nuestro “cuerpo verdadero”, el que cargamos por ahí cuando tenemos ropa, pueda ser el único que sintamos como cierto. La vulnerabilidad es tan incómoda como la desnudez. Y rechazarla tiene el mismo trasfondo de autoodio, de haber aprendido a no mirarnos de frente.

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