Opinión | Isla Martinica

Ejecución de una madre

Detenidos dos menores por el asesinato de su madre en Castro Urdiales (Cantabria).

Detenidos dos menores por el asesinato de su madre en Castro Urdiales (Cantabria). / Agencia ATLAS

No sé qué se le puede pasar a una persona por la cabeza para llegar a quitar la vida de otra. Y todavía entiendo menos lo que puede llevar a un hijo a matar a su madre, aunque sea adoptiva. Resulta muy difícil establecer un juicio sólido sobre la cuestión, salvo que las razones del asesinato conduzcan a la enfermedad mental. Pero es que, incluso así, padeciendo una perturbación psicológica, tampoco llega a comprenderse un hecho tan lamentable. En las últimas fechas, la opinión pública se ha sobresaltado por la noticia del parricidio de Castro Urdiales, una localidad cántabra fronteriza con el País Vasco. La víctima, una mujer de mediana edad, madre de dos chicos de origen ruso, prohijados hace ya tiempo, jamás dio aviso de una posible violencia filioparental. Ni siquiera el entorno inmediato puso en alerta a las autoridades. Ciertamente, todo es muy extraño tanto como macabro.

Ante la necesidad de formar un alegato por la vida y por la inocencia, uno no sabe qué camino tomar. Si el de una mujer desprendida, creyente y devota que hizo firme el compromiso con la solidaridad. O el de unos muchachos salvajemente sorprendidos al sentir «la bendición de asesinar», que escribiera el autor de Un médico rural. Quizás el de un padre que debe asumir el hecho de no volver a tener la compañía de su esposa, aunque, del mismo modo, haya de atender a unos hijos, por cruel que fuera la violencia ejercida sobre la madre. Desde luego, un dilema duro de roer.

Es de reconocer que, en este caso, la moral está a las órdenes de la psicología. Hasta en tanto no se aclare el motivo de la mortal agresión, dudo que se esté en óptimas condiciones para afrontar o confirmar una valoración ética al respecto. Lo que sí se puede hacer es plantear una nueva necesidad, ésta de tipo jurídico y legal. La Ley del Menor, aclamada en su día como una de las más adelantadas del mundo, hoy se encuentra sobradamente superada por la realidad. Ya no son excepcionales los crímenes cometidos por adolescentes, algunos de muy corta edad, y, por lo tanto, es imperativo una revisión urgente del texto, en especial, aquellos capítulos referidos a la descripción de las situaciones calificadas como delictivas y, asimismo, los de las penas a imponer. A nadie se le oculta que esta ley fue pensada para un momento muy concreto, en el cual la violencia infantil sólo se concebía como una anomalía social. Lo que se vive en la actualidad dista mucho de esta visión, aquejada de un cierto grado de buenismo.

No sólo se trata delitos que atentan contra los padres, sino de múltiples agresiones a docentes y, por supuesto, el número creciente de actos violentos en los que están presentes menores, aunque no siempre en calidad de víctimas. Escuchando a expertos en psicología infantil, educadores sociales y a los propios agentes de la autoridad se obtiene un mosaico de opiniones, si bien con un mensaje en común, el de la incertidumbre y la perplejidad. Por excelente que sea el conocimiento del fenómeno, por grande la experiencia acumulada, nada prepara para la muerte de una madre a manos de sus hijos. Las circunstancias del suceso, en lugar de animar a una esperanza, la convierten en casi imposible, porque el presunto asesinato, con toda probabilidad, fue planeado alevosamente, llegándose a hablar de una convenida ejecución por la forma en que se encontró el cadáver y la manera en la que se procedió a privar de la vida a la mujer.

Habrá que aguardar a la nota forense y los detalles de una investigación que se presume minuciosa. Pero, antes de concluir, me gustaría dejar clara una cosa. No caigamos en la fácil justificación, en el delirio enfermizo de unos chicos a los que el destino les había regalado una segunda oportunidad. Aunque cueste, que la palabra responsabilidad no desaparezca del mapa de valoración.