Opinión | El lápiz de la luna

Miedo a la oscuridad

Muchos animales necesitan la oscuridad para vivir

Muchos animales necesitan la oscuridad para vivir / Pinterest

De pequeña le tenía miedo a la oscuridad. Cuando se apagaban las luces y las personas guardaban silencio, me aterraba esa sensación de desamparo que empezaba mordiéndome los talones e iba subiendo poco a poco por las pantorrillas, por las caderas, pasando por el estómago y el pecho, hasta quedarse anudada en mi garganta. Los muebles de las casas cobran vida cuando todos duermen. Un poco como sucede en La Bella y la Bestia pero más tirando a Stephen King. Yo intentaba ignorar la conversación del armario con las bisagras de la puerta contando las respiraciones de mi hermana, que dormía en el mismo cuarto que yo. Inspira, inspira, exhala. Inspira, exhala. Inspira, inspira, exhala. Pronto entendí que no solo tenía que ignorar el crujido artrítico de los muebles, sino que debía hacerlo con los ojos cerrados, porque de lo contrario, los osos de peluche que quedaban en penumbra parecían cobrar vida, como sucede en Toy Story, pero al estilo de Lovecraft. A mí me gustaba que me leyeran en la cama, así me aseguraba de quedarme dormida antes que el narrador. De esta forma era él quien tenía que hacerle frente a esos visitantes imaginarios que convivían, en un segundo plano, con nosotros. No sé cuándo me reconcilié con la oscuridad. Quizá crecí y entendí que todo eso que oía no era más que el aliento reposado de la casa que cuidaba de mí. Esas paredes hormigonadas que me protegían de los verdaderos peligros, los que acechaban de puertas afuera. No había vuelto a pensar en mi temor al crepúsculo hasta que un niño de seis años se sentó frente a mí en la alfombra de la consulta para armar un puzle en tanto que yo me ganaba su confianza. El truco estaba en hacerle una pregunta cada vez que él colocaba bien una pieza y él me la hacía a mí cuando era yo la que acertaba el encaje. Era bueno con los rompecabezas, lo que me permitió ganar terreno. «¿Tú sabes que por la noche las casas hablan?», me dijo así, con la naturalidad con la que conversan los niños, y siguió separando las fichas del mismo tono de azul que hacían de cielo. Cuando un chiquillo se sincera de ese modo hay que ser muy cuidadoso. Un paso en falso y lo pierdes. Se vuelve a su mundo interior y pasa la llave para protegerse de esos adultos que no son capaces de escuchar más allá de sus palabras ni de ver más allá de sus gestos. «Sé que en las casas pueden pasar muchas cosas cuando las luces se apagan y que en cada casa suceden cosas distintas. ¿Quieres contarme lo que ocurre en la tuya?». Ese día terminamos el puzle, supe por qué el pequeño le tenía miedo a la oscuridad y recordé aquella época en la que yo igualmente así lo vivía. El miedo a la noche es evolutivo y se da entre los dos y los tres años para repetirse entre los siete y los ocho. Las causas pueden ser muchas, desde una experiencia negativa que se advirtió (la entrada de un ladrón, una conversación que el niño no debió escuchar y le asustó, la visualización de una película o la lectura de un cuento) hasta las características de la personalidad del menor (inmadurez, introversión, falta de apego seguro, hipersensibilidad). No hay recetas mágicas para combatir este tipo de miedo, lo que funciona con un pequeño no tiene por qué funcionar con otro, pero sí hay un ingrediente común: la escucha activa sin juicio ni crítica. Expresiones como «ya eres grande, no tienes que tener miedo» o «son imaginaciones tuyas» pueden bloquearlo y hacerle sentir que hay algo mal en él que no le permite ser «normal» y dejar de tener miedo. Es importante que le demos espacio para contarnos a qué le teme, cómo se siente cuando eso sucede y preguntarle qué soluciones podemos buscar juntos. Validarle emocionalmente le hará sentir seguro, de esta forma se reduce la ansiedad. A veces, las cosas se complican y hay que buscar apoyo psicológico, y no pasa nada por ello. En todo puzle, más tarde o más temprano, las piezas encajan.