Opinión | Reseteando

El descontento

El aumento del descontento mientras unos pocos tienen la llave de la riqueza es un asunto que viene de antiguo, sobre todo en Canarias y su rastrojo de caciquismo estructural

Imagen de archivo de turistas caminando por el paseo de Meloneras, en San Bartolomé de Tirajana.

Imagen de archivo de turistas caminando por el paseo de Meloneras, en San Bartolomé de Tirajana. / Juan Castro

La turismofobia no se crea de repente con una manifestación que protesta por las secuelas que deja el monocultivo turístico. Aunque existan consignas de entusiasmo radical, me decanto más por un hartazgo larvado en el tiempo por las promesas incumplidas: sin tener que remontarnos al momento iniciático y a la oportunidad que perdió Canarias para influir en el crecimiento de la industria turística y en una justa redistribución de los beneficios económicos, reseñamos entre el abanico de desencantos el más cercano. Aquel pavor por la pandemia y su efecto devastador sobre el modelo originó una tímida reflexión sobre la dependencia turística, un clásico de la teoría económica universitaria de las Islas, así como la necesidad de una explotación sostenible para no fracturar la capacidad de carga del territorio ni dañar el paisaje saturándolo de infraestructuras. El efecto champán en el que estamos inmersos apagó, sin embargo, los destellos. La voluptuosidad de las estadísticas de entrada y salida de turistas nos instalaron de nuevo en la idea del maná infinito, incluso hasta con una tensión bélica que amenaza la paz europea.

Sin menoscabar el valor de los factores sistémicos en ese hartazgo frente al predominio turístico, en la coyuntura actual hay desencadenantes particulares, como la inflación y su impacto en la estabilidad económica de las familias, a lo que se une la falta de viviendas pública en un mercado alterado por el turismo vacacional, mucho más rentable que el régimen natural de alquiler. El primer causante, el IPC, provoca por inercia un rechazo contra una industria turística cuyo enriquecimiento no tiene parangón. Los trabajadores del sector exigen unos salarios acordes con la excelente marcha del negocio, que debe traducirse también en mejores expectativas para rebajar las cifras de la pobreza; una mayor excelencia educativa, sanitaria y asistencia pública, y una oferta de empleo de calidad donde la promoción interna sea una condición. El segundo aspecto, el habitacional, constituye una bomba de relojería. Llueve sobre mojado. Canarias ya padecía una rémora dramática en cuanto a vivienda pública. Sobre este escenario aterrizó desde años atrás el alquiler vacacional, sometido ahora a una nueva legislación restrictiva para regular su expansión y evitar su influencia negativa al acceder a un techo. La disposición legal recién aprobada por el Gobierno regional servirá para poco si ayuntamientos y cabildos no se ponen las pilas para facilitar terrenos. Está claro que una única ley no va a modificar la situación: hace falta imaginación y romper ciertos tabúes sobre las limitaciones urbanísticas. La iniciativa siempre debe ser pública, contra los especuladores de turno.

En este escenario que repercute sobre cuestiones vitales, a nadie debería sorprenderle los síntomas de turismofobia, ni tampoco que entre ellos se mezclen radicales que pidan la vuelta al arado y al sacho. El aumento del descontento mientras unos pocos tienen la llave de la riqueza es un asunto que viene de antiguo, sobre todo en Canarias y su rastrojo de caciquismo estructural. El presidente Clavijo, sin ir más lejos, teme que este movimiento en ciernes de la turismofobia vaya a más, considera que se trata de una irresponsabilidad con la columna que sostiene al Archipiélago. Tiene bastante razón, pero sólo él y su gabinete de consejeros están en posesión de la facultad para mejorar la vida de los isleños, que es de lo que se trata. De nada sirve llenar la caja de manera ostentosa mientras hay una mayoría que ni lo huele.