Opinión | Entre líneas

Rafa López

Estrategias sensatas para profesores inquietos

Estrategias sensatas para profesores inquietos

Estrategias sensatas para profesores inquietos / La Provincia.

La tentación de escribir una especie de libro de autoayuda para profesores atribulados debe de ser fuerte en estos tiempos de innovación pedagógica, falta de atención y preocupación creciente por la calidad educativa. De esa tentación han huido como de la parca Salvador Gómez y José Cabeza, autores de Cómo dar una buena clase. Este volumen, de la colección Guías del escritor, de Alba, no es ningún manual plagado de instrucciones, decálogos y mandamientos, sino más bien un ensayo ameno, trufado de humor, referencias culturales, consejos sensatos y fina ironía, en torno a la experiencia de dar clase y las estrategias para mejorarla. Y es que sus autores, además de profesores universitarios –de la Complutense y de la Rey Juan Carlos I–, son creadores vinculados al guion cinematográfico y a los videojuegos. Y se nota.

Que cada capítulo se inicie con una cita de Robinson Crusoe da una pista sobre cómo se deben de sentir muchos docentes en la actualidad: náufragos solitarios en una isla rodeada por un océano de personas que tienden a ignorarlos. La omnipresencia de las pantallas acentúa el desafío de gestionar la atención y a la sensación de aislamiento se suma una «maldición»: el profesor cumple años y sus alumnos no. Este hecho inevitable puede acentuar la sensación de distancia con el alumnado y la posible percepción del deterioro de la calidad educativa, algo tan antiguo como la vida misma: en un documento sobre la Complutense en el siglo XVI también se recogía que los alumnos venían peor preparados.

El libro no ignora ninguna de las dificultades a las que se enfrentan hoy los docentes, incluso las más íntimas, como el problema de sentirse un impostor o el anatema que se cierne sobre quién osa echar a un alumno de clase, medida que consideran un reset útil en ciertos casos. Sin embargo, el texto no rezuma impotencia ni victimismo, sino la sensación de que la vocación docente de sus autores sigue intacta y que para ellos dar clase sigue siendo fuente de felicidad. Tampoco transmite dogmatismo: no pretenden ser gurús de la educación ni ofrecen estrategias infalibles.

La idea surgió del cansancio de soportar las insensateces que se dicen en los cursos de innovación docente que los autores reciben de vez en cuando. Frente a ello, y sin perder de vista el reto de dar clases que capten la atención ante la invasión de pantallas y otros estímulos exteriores, ofrecen toneladas de sensatez. Así, cuestionan la moda de la «gamificación», la omnipresencia de las presentaciones de PowerPoint y la obsesión por convertir las clases en conferencias TED, como si fuera posible equiparar una charla de 15 minutos a una clase de una hora. En general, que las herramientas educativas fagociten la docencia y que incluso se delegue la responsabilidad de la educación en el instrumento. Un ejemplo son las películas «por-no»: aquellas que los profesores proyectan a sus alumnos por no dar una clase. En su lugar, recomiendan imitar a los youtubers exitosos. Advierten también sobre la saturación, introducir más y más contenidos en una clase como si fuera una maleta.

No es un libro de recopilación de pautas, pero sí ofrece consejos y recomendaciones prácticas, como una serie de estrategias para que los alumnos no hablen en clase o una lista de «20 heridas» (errores) que se deben evitar en el aula. Si hubiera que extraer una «proposición docente», es la de la humildad, entre otras cosas para comprender que «nadie te pide que seas el Mozart de la educación», ni siquiera el profesor Keating de El club de los poetas muertos, al que sus alumnos, subidos a las mesas, alababan al grito de «oh, capitán, mi capitán». Una idealización inspiradora que –dicen– «ha hecho tanto daño a la educación como los estereotipos de Disney sobre príncipes y princesas a las relaciones personales».