Opinión | Aula sin muros

Paco Javier Pérez Montes de Oca

El vicio de la corrupción

Rubiales y González Cueto, investigados por presunta corrupción.

Rubiales y González Cueto, investigados por presunta corrupción. / Nacho García

En una de las últimas sesiones del Congreso de los diputados del Parlamento español el diputado del Partido Nacionalista Vasco calificó la sesión de control al Gobierno como de «vergüenza y nada edificante». Especial referencia a los reiterados casos de corrupción en los que se ven inmersos los «padres de la patria» de los principales partidos de las dos cámaras y representantes de gobiernos autónomos e instituciones afines. El nivel de emponzoñamiento ha llegado al extremo de meter en el mismo saco a parejas y todo lo que se mueve en sus entornos. Se suceden las descalificaciones, insultos, escenas de puro matonismo callejero («baja y dímelo a la cara»). Todo un conjunto de términos y movimientos gestuales que respiran odio. El otro es mi enemigo, no mi adversario, al que hay que aniquilar. No existe la empatía muy lejos de sus almas y vocabulario. «De la bondad del corazón habla la boca». Lo menos que se les exige respeto. Que rescaten de las bibliotecas el viejo libro de urbanidad de las escuelas de antaño. Se esgrime, por parte de los que están en la oposición en cualquier tiempo, que los que gobiernan recurren a artimañas o recursos jurídicos para mantenerse en el poder. Como si los que están en la oposición («fuera hace mucho frío») no aspiraran a lo mismo y dedicaran su tiempo a una organización de caridad. La corrupción ha convertido a la política parlamentaria en un lodazal cuando debe ser un lugar de debate y contraste de ideas (contraste de pareceres para los parlamentarios franquistas durante la predemocracia), discusión de proyectos donde prime la inteligencia, el conocimiento. la grandeza por haber sido elegidos para el alto desempeño de la cosa pública y algo impensable en este tiempo, de rica oratoria. Nunca un espacio de malas formas y mutuos improperios. No es creíble la afirmación de que llegan al poder «con las manos limpias». El vicio de corromperse, la avaricia, es sistémica en cargos y partidos. Son legión los que han metido «la mano en la lata del gofio». Metáfora canaria que califica a aquellos que, con artimañas de pícaros se apropian de lo que es común a todos o de lo ajeno. La definición de corrupción incluye conceptos como echar a perder (por ejemplo, los alimentos), destruir, pervertir y hacer daño. Esto último deriva en una consecuencia que atenta contra la economía y erario de un país. Fuentes de información fidedignas dan cuenta de que la corrupción cuesta al Estado español unos 70.000 millones cada año. Y que, como ocurre en Estados Unidos, la gente teme denunciar por miedo a las represalias. Un informe de la ONU, a través del Desarrollo de las naciones, menciona que los países más felices son aquellos cuyos ciudadanos reciben apoyo, ayuda de los otros, ejercen la libertad, ostentan mayor PIB per cápita y ofrecen pruebas de menor corrupción. La corrupción crea desmoralización y desconfianza en la ciudadanía. Pero no es óbice para que una buena parte de ella mantenga el voto a políticos corruptos imputados por los fiscales o denunciados por los medios porque, como dijo el ministro y canciller Henry Kissinger respecto al sinvergüenza presidente de Panamá aludiendo, no para bien, a su madre «son unos corruptos, pero son nuestros corruptos». Los mismos hechos son reprobados y denunciados cuando se trata del enemigo de enfrente con quien se comparte bancada en cualquier parlamento. Existe la percepción de que la corrupción afecta a cualquiera de las actividades desarrolladas por instituciones y empresas que hacen gala de un poder que les hace inmunes porque tienen suficientes recursos y encuentran vericuetos para escapar de la Justicia. El filósofo Emilio Lledó escribe: «…la corrupción mental, que intereses económicos arrastran como normas de conducta inalterables parezcan imponerse en la oscura noria del poder y, en peor sentido de la política», «está bien que vayan a la cárcel, pero que devuelvan lo robado», claman en la calle. Curioso que ya aparezca en el Evangelio de Lucas, 59,12: «…que nadie saldrá de la cárcel hasta que no pague el último óbolo». El Evangelio como paradigma de justicia social, solidaridad y misericordia que debería ser el vademécum y prontuario de tanto militante católico con poder y dinero que practica una religión de folclore, beatería de reclinatorio y sacristía. Hasta ahora, las respuestas institucionales, además de las intervenciones judiciales, lentas, con rendijas de escapatoria para los más avispados, están en las comisiones de investigación acordadas en el parlamento que suelen ser una continuación de las inventivas de unos contra otros, con escaso eco público, en las que no se les cae la cara de vergüenza a los comparecientes denunciados. Recién, el grupo Sumar propone una oficina permanente contra la corrupción con fines preventivos, Teniendo en cuenta la predisposición e intereses de los partidos mayoritarios es de esperar poco recorrido y que duerma en el sueño de los «injustos». Hastiados de tanta podredumbre hay gente que ha desistido de la política con la errónea percepción de que «todos son iguales», otros continúan con la esperanza de que surja algún líder que cambie las leyes para que, de verdad, el que «la hace la pague». No se vislumbra ninguno ante tanta mediocridad. Que haya listas abiertas, vienen clamando muchos desde hace tiempo en las que cada uno responda ante los electores de su distrito (así sucedía en la elección de legados y pretores de la antigua Roma). El grito de indignación de partidos surgidos del 15-M contra el sistema instaurado después de la Constitución y régimen del 78 al que llamaron «la casta» (también algunos de sus líderes llegaron a formar parte de la misma) vuelve a resurgir y reivindican el eslogan del 15M de «no nos representan». Nada nuevo bajo el sol. Recogen el testigo, entre otros pensadores, del filósofo John Locke: «El pueblo tiene la obligación de rebelarse contra los que ostentan el poder y no trabajan para el bienestar de la mayoría».