- ¿Por qué ha decidido donar toda su colección de libros al Instituto Teológico?

- Siempre he sido un hombre de libros y de Iglesia. Tengo dos licenciaturas, una en Teología y otra en Biblia en Roma, y siempre me ha gustado estar al tanto de todo lo que ocurre en el mundo. También he sido consciente de que no es fácil saber en profundidad sobre todas las materias y por eso me he guiado como de un instinto para el conocimiento. Todos mis ingresos los he invertido en libros, libros en su mayoría sobre temas de fe y religión, pero nunca he sido un hombre avaro y considero que la mayor utilidad que puedo sacar de esas obras es depositarlas en el Instituto de Teología.

- Usted tuvo vocación religiosa desde joven. ¿Cómo concibe su evolución como sacerdote a lo largo de los años?

- Desde los 12 años no he hecho otra cosa más que estudiar. He estudiado todo lo que he podido hasta extremos casi inhumanos. Pero desde muy joven me di cuenta de que tenía una vocación para con la ayuda a los demás y empecé dando clases en colegios e institutos. Me he pasado la mayor parte de mi vida como capellán de la leprosería de Tafira, donde estuve cuatro décadas. Pero, ahora, con 85 años, y a esta altura de mi vida, me encanta la tranquilidad que se respira aquí, en el Hogar Nuestra Señora del Pino.

- Sin embargo, usted proviene de una familia de origen ganadero.

- Sí, y además estuve ocho años antes en Lanzarote, donde vivía en una parroquia en la que daba clases. Estaba allí con mi padre, que tenía su finca. Éramos cuatro hermanos, yo el segundo. La primera vez que prediqué fue en la iglesia del Carmen en el Puerto, donde mi padre fue a verme. Mi padre, que se dedicaba al negocio de los animales, tenía cierta adoración porque su hijo fuera un hombre culto. A lo largo de mi vida, he podido saber que no todo el mundo era tan honrado como yo creía. Pero nunca he jugado con la intriga o la falsedad. Tengo 85 años, y llegó un momento en que tenía que jubilarme, pero sigo estudiando. De hecho, no concibo mi vida sin saber.

- ¿Cómo recuerda su trabajo en la leprosería?

- Era un trabajo muy importante. Cuando me nombraron capellán no sentí dificultad ni incomodidad por la labor que me encomendaban, sino que me alegré profundamente, ya que podía conversar o discutir con los enfermos sin ningún problema. La leprosería se trasladó luego al psiquiátrico y al final se cerró cuando ya sólo quedaban tres o cuatro pacientes. Pero yo nunca tuve ni un instante de duda sobre la labor social que realizaba ni miedo de contraer la enfermedad.

- Una enfermedad con cierto rechazo social.

- Sí, porque los que la contrajeron, además de sufrir de forma muy terrible, eran despreciados. La leprosería fue siempre un centro puesto en cuestión por la sociedad. Pero yo nunca dudé de su utilidad, porque los curas tenemos siempre una vertiente muy caritativa, en favor de la persona pobre y enferma.

- Y durante esos cuarenta años nunca se puso enfermo.

- Nunca tuve rechazo de estar con los leprosos, ni tuve miedo de contraer la lepra, pero tampoco me vanaglorio de ello. Yo soy más duro que el hierro y por eso, y aunque mi trabajo siempre estuvo cerca de los enfermos, creo que no cogí la enfermedad.

- ¿Qué recuerda de su trabajo como profesor de religión?

- Tuve una etapa en primaria y luego otra en institutos. Tengo que decir que yo era muy exigente en mis clases de religión y conmigo los alumnos tenían que saber, y si no sabían suspendían.

- ¿Qué le parece que haya descendido el número de practicantes en la religión católica?

- La religión es una exigencia moral. Si usted es religioso, tiene que ser un hombre recto y educado, no puede ser un mentiroso o un estafador. Pero es más fácil no ser creyente, y vivir de la forma más apetecible. La gente es muy ligera al juzgar la religión.