Tocado como lo hace el Cuarteto Casals, el octavo de los cuartetos de Shostakovich, el magistral Op.110, es una experiencia profunda. Rudolf Barshai lo convirtió en Sinfonía de cámara y con ambas formas mantiene continua presencia en todo el mundo. Lo escribió en 1960 "a la memoria de las víctimas del fascismo y de la guerra" pero recupera en él algunos de los temas que signaron su desesperación bajo la saña estalinista; concretamente de las sinfonías novena y décima, de 1945 y1953, que marcan en la repetición motívica de las notas DSCH, equivalencia de sus iniciales en notación alemana, la obsesiva rebeldía del espíritu libre frente al déspota. Esas notas recorren todo el Cuarteto, que también recupera, en la violencia del segundo movimiento, la sardónica danza macabra con que finaliza el segundo Pianotrío (1944). Intensamente autobiográfico, este monumento del cuartetismo del siglo XX recibió de los jóvenes y admirables instrumentistas una versión de enorme intensidad. La desolación del primer movimiento, la poderosa gestualidad del segundo y su espejo en el tercero, desembocan en los desgarrados ataques de arco, el lirismo doliente y la irremontable melancolía de los dos "largos" finales, donde el "yo" de las cuatro notas designativas se alonga en un paisaje trágico. ¡Qué obra, y qué intérpretes! Despaciosamente extinguida la última cadencia, estalló el público del Galdós en ovaciones y bravos, como viniendo a la realidad desde una emoción dolorosa.

El Cuarteto Casals es magnífico. Su fe en la música que interpreta se manifiesta en la ejecución cuidada hasta el último acento, la evidencia de vivir con cada nota, la tensión de la escucha recíproca y un extraordinario repertorio de recursos expresivos. Comenzó el programa con el cuarto Cuarteto de Beethoven, uno de los seis que integran la increíble Op.18 compuesta entre los 28 y los 30 años, Espectacular despegue del clasicismo, sin menoscabo de la herencia de Mozart y Haydn. Una ejecución llena de ímpetu, alegría y espontaneidad, sobrada de medios técnicos y de ideas constructivas o colorísticas.

Y el primero en mi menor de Smetana, subtitulado De mi vida (otro relato autobiográfico) sufrió la memoria oyente retenida en la genialidad de Shostakovich. Muy brillante y romántico, la alternativa de arrebato y mundanidad, el juego solístico repartido entre los instrumentos agudos y los graves, y la fértil imaginación armónica, lucieron cumplidamente en la perfecta acústica del teatro, pero hubieran impresionado más antes del ruso. Las ovaciones entusiastas ganaron como bis una casi expresionista Farruca del Sombrero de tres picos.