Nada ni nadie escapa en Madrid a la situación de una crisis sanitaria que concentra en el conjunto de la comunidad autónoma el 50 % de los más de 2.200 casos de coronavirus detectados en todo el país, y 31 de los 49 fallecidos hasta ayer.

Toda la atmósfera en la gran urbe está impregnada de una sensación colectiva de emergencia que, al menos por ahora, se vive con más serenidad que histeria pese a algunos episodios descontrolados de acaparamiento y compras compulsivas en los supermercados. Ha sido ese el elemento que más ha llamado la atención respecto al comportamiento de la ciudadanía, pero es cierto que el anuncio en los últimos días de las medidas puestas en marcha por las autoridades para tratar de frenar la propagación de la enfermedad ha provocado una cierta psicosis colectiva de emergencia sobre los efectos visibles e invisibles y las consecuencias inmediatas de la pandemia. Madrid vivió ayer un nuevo 11-M que, sin que obviamente nadie asocie en gravedad y dolor a lo que supuso la tragedia de los trenes de Atocha de hace justo 16 años, seguramente marcará a la ciudad durante mucho tiempo.

El pulso bajo mínimos de la actividad colectiva se detecta en todos los ámbitos tangibles de la vida cotidiana de la ciudad. La entrada en vigor del cierre de los colegios, institutos y universidades decretado por el Gobierno regional ha sido seguramente el punto de inflexión que ha hecho cambiar la dinámica de los madrileños y la de su geografía humana desde que la capital se convirtió, hace algo más de una semana, en la zona cero de la epidemia del Covid-19.

El primer día de aplicación de esa medida, junto al teletrabajo desde casa que se ha impuesto en muchas empresas, ha tenido un tremendo impacto sobre la imagen cotidiana de la ciudad. Los habituales atascos en las vías de entrada han desaparecido como por arte de magia, y las calles y avenidas ofrecen un asfalto sin límites a los escasos automóviles que las recorren. Los trenes de cercanías, el metro y las guaguas transitan con apenas un tercio de los viajeros que de lunes a viernes se aprietan en sus espacios, incluidas las estaciones. La actitud de los usuarios es más comedida y callada, y sus miradas se entrecruzan con mensajes implícitos a camino entre la solidaridad y la sospecha. Se ven algunos viajeros con mascarilla y todos comprueban con alivio que al menos hay espacio suficiente para evitar peligrosas cercanías. Si alguien tose o estornuda, se agita de repente el entorno y nace una tensión desconocida, formándose un vacío aún más amplio a su alrededor.

El día es soleado y primaveral en una ciudad que palpa sus nuevos perfiles como la continuación de un extraño sueño de la noche anterior, un sueño extrañamente compartido que hace que la gente tenga una cierta sensación de irrealidad. No hay grupo de personas que en los transportes públicos, en su caminar por las calles, en los centros de trabajo, o en los ahora muy poco concurridos bares y restaurantes no estén hablando de este virus que les ha invadido sus vidas sin avisar. No hay alarma aparente en sus conversaciones, pero sí preocupación e inquietud por las dudas sobre un fenómeno inédito y desconocido. Algunos comentarios sobre si el Gobierno y resto de autoridades lo están haciendo bien o mal en la gestión de la crisis, pero sobre todo hablando ya de algunos casos de conocidos afectados, de los problemas que las medidas de prevención van a ocasionar, y haciendo cábalas y proyecciones sobre el porcentaje o número de infectados que se va a dar. Asumiendo así que la propagación del virus será masiva y que muy probablemente les tocará vivir, directamente o muy de cerca, una situación de contagio. En todo caso, comprueban que no hay un ámbito de la vida cotidiana, propia o ajena, que no esté ya afectado por la crisis del coronavirus.

La fantasmal ruta madrileña

En la calma tensa que vive la ciudad, sus calles y sus habitantes, los turistas se mueven ahora con un aire desconocido, entre la comodidad de tener más espacio para deambular, y la sensación de estar en ese momento en el lugar equivocado. Algunos parecen estar mirando a los transeúntes con aspecto o actitudes de residentes, como nuevos objetivos de interés local, propicios para encuadrarlos en el tiro de cámara, aunque lejos de su respiración y contacto. Pero los turistas y los viajeros de paso empiezan a ser estos días raras avis en la ciudad, pues la cancelación de reservas y eventos, y el cierre de museos y edificios de interés ha terminado por alejarlos de la ruta madrileña. Pocos teatros y salas de conciertos mantenían ayer sus actividades. Todo lo municipal ha sido declarado en cuarentena. El candado a las universidades y los rumores sobre un posible aislamiento de la comunidad autónoma durante quince días, lo que conllevaría el cierre de Barajas, ayer mismo ya escasamente operativo, y de las comunicaciones por tierra, ha lanzado a miles de universitarios de otros territorios a sus lugares de procedencia.

Los alrededores de los tres grandes centros de arte, el Prado, el Reina Sofía, y el Thyssen, abonados por lo general en estas épocas del año a esas largas filas de visitantes, parecen ahora edificios de oficinas cerrados por festividad. La bulla y el constante ajetreo de grupos de visitantes en la Carrera de San Jerónimo, entre la Puerta del Sol y la Plaza de la Cortes, se ha trastocado hasta convertirse en un modesto paseo de unos pocos turistas casi despistados, y las terrazas de las ayer soleadas plazas del centro de Madrid estaban casi desiertas al mediodía.

En las cercanías del Congreso de los Diputados, los múltiples bares y restaurantes por lo general muy concurridos ofrecían menús desde pizarras que casi nadie miraba. Sólo los pequeños supermercados exprés que se diseminan por los alrededores contaban con más clientela de la habitual. Incluso los chinos de alimentación de la zona rebosaban ayer compradores, contrastando con el cierre que se han autoimpuesto sus colegas del barrio Usera, el verdadero barrio chino de Madrid. Las tiendas de moda de todo el centro madrileño, y en general el comercio de la zona, hicieron aguas, aunque una pequeña boutique en el Barrio de las Letras trató de contrarrestar el ánimo y llamar la atención de los viandantes colocando a los rostros de sus maniquíes unos pañuelos a modo de mascarilla sanitaria. Tampoco tuvo una jornada de éxito. Era la metáfora sobre la situación de una ciudad que somatiza por completo los efectos de una pandemia para la que, sobre todo mentalmente, no estaba preparada.