Opinión | Risas y fiestas

Sí soy todo eso que me arrojas

Apoderarse de la palabra «zorra» no es repetir el mensaje del patriarcado para perpetuarlo. Es desactivar la palabra para devolverle a quien la emite lo absurdo de su insulto

Ilustración de Zorra para el artículo Sí soy todo eso que me arrojas.

Ilustración de Zorra para el artículo Sí soy todo eso que me arrojas. / Texiade y Adae Santana

A algunas personas nos ponen nombretes. Mi tía siempre nos decía a mis primos y a mí: «No se pongan nombretes entre ustedes, que luego se les quedan para siempre». Sí, es verdad. Una puede evitar ponerles apodos a sus seres queridos para que luego esos apodos no tapen sus nombres hasta dejarlos aparentemente chiquitos e insignificantes como los pelos enconados. Lo que no puede evitar una, a veces, algunas veces, algunas unas, muchas unas, determinadas y cada vez más y tantas tantas tantas unas, es que durante toda la vida le vayan poniendo los mismos nombretes despectivos sin cesar, como si el nombrete fuera algo adivinable o una especie de descripción automática vejatoria. Inevitable.

Hablo del insulto, de esos insultos determinados que algunas personas llevamos a cuestas y se nos van repitiendo en distintos escenarios y desde distintas bocas, significando siempre lo mismo y como si fueran culpa nuestra. Si me llaman machona en todas partes, ¿será porque yo reproduzco esa palabra entre sus dientes? ¿Será porque algo en mí la invoca y será que lo repetido muchas veces debe ser verdad justo por eso: lo materializa un defecto mío?

Lo que sucede es que los individuos nos movemos a partir del movimiento de hilitos que no sabemos muy bien de dónde están colgando. Y un ¡vacaburra!, por ejemplo, puede parecer una ocurrencia genuina y ser, sin embargo, parte de un entramado en el que resulta que para insultar a viva voz debes ser el fuerte, y para insultar de esa manera exacta debes pensar unas cosas muy concretas (malas) de la persona a la que le pones el nombrete. Es como si alguien tuviera una idea, ¡ah!, ¡es mía!, ¡ah, no!, ¡es de un sistema de pensamiento que me ha enseñado que esto da risa, que esto debe molestarme, que eso debe llamar para mal mi atención!

Nos parece entonces que calificamos por decisión propia, que el odio es un burbujeo que se siente orgánicamente en el estómago ahí revolviendo la comida que parece que hay una batidora dentro. De igual manera que nos parece que nos califican por motivos incuestionables, naturales. Sin embargo, ese odio (te odio por lo que eres, porque me amenaza tu existencia, porque eres otredad y no te quiero cerca) es aprendido y, como casi todo lo aprendido, es un discurso. Una forma de mirar que puede desmontarse y contraargumentarse y, sobre todo, que es tan falible como lo somos las personas, que tiene tantos sesgos y tantas cosas no sabidas como nosotras. Un discurso es algo que viene de una boca y que para ser dicho debe pensarse desde la posición exacta que esa boca ocupa en el mundo.

Resulta que, para que tu discurso se convierta en «lo neutral» (burbujeo, debe ser que yo lo pongo en sus cabezas porque si se repite y se repite, etc…), tienes que ser «el fuerte». Y resulta que ya llevamos mucho tiempo desmontando quiénes son los fuertes y por qué, cómo se nos mete en cajitas que nos violentan y nos limitan y cómo se nos enseña que somos unas cosas y no otras porque se nos mira desde fuera y desde dentro no, jamás.

Ya llevamos mucho tiempo hablando para que esto no suceda.

Hablando a gritos sobre nosotras mismas y armando nuestros propios discursos, edificios de palabras en los que sí cabemos las personas que salimos perjudicadas por este lenguaje lanzable como una cuchilla que se nos queda pegada, sí, y nos persigue por siempre, sí, y contra ello tenemos nuestras defensas.

Si son los discursos y no los nombretes, si la palabra «machona» hiere porque tiene metido dentro un imaginario doloroso sobre lo que es ser una machona y lo horrible que es serlo, podemos neutralizar los nombretes cambiando los discursos. Esto es algo que forma parte de la historia queer (de hecho, «queer» significa «raro»). También es algo que libera los huesos de la presión de encogerse todo el rato y protege de los hilitos y nos permite tener vidas mejores en las que no entendamos nuestras identidades como defectos, y eso es decir mucho. Es mucha libertad entender que no tenemos que odiarnos si somos quienes somos.

Por eso no, apoderarse de la palabra «zorra» no es repetir el mensaje del patriarcado para perpetuarlo. Es desactivar la palabra para devolverle a quien la emite lo absurdo de su insulto. Sí, es verdad lo que me dices. ¿Y? Fuera de tu discurso que no me concierne, de tu visión de la vida que no es verdadera por mucho que la repetición la avale, lo peor que puedes decirme no significa lo que quieres decirme con ello. Cantarse «zorra» es no dejar pasar un imaginario que quiere establecer qué es lo bueno y qué es lo malo. Si pensamos que apoderarse de la palabra es perpetuarlo, ¿no estamos poniendo a rodar justo ese discurso que tanto queremos quitarnos de encima?

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