Siempre lo admiré. No era un hombre alto, no; menudo, de pelo negro, poseedor de una bondad que se le escapaba por los ojos. Se notaba mucho. Y una modestia inusual. Los cercanos sabíamos que era el mejor pero él no hacia ostentación de sus manos, de su manejo con el bisturí, de su prestigio. Nunca quiso entrevistas pero cuando tienes una amiga periodista no salir en los "papeles" es complicado. Un día cayó. Tuvo el error de contestar a una de mis tantas solicitudes con un ambiguo "un día, un día la hacemos?" y por ahí metí la cabeza. Fue la primera y la última que concedió en su vida. Muchos sabíamos que su bisturí había reparado situaciones quirúrgicas amargas cobrando lo mínimo o nada. Se llamaba Juan García Padrón y fue de los primeros cirujanos reparadores de Canarias al que muchos recordarán. En aquella entrevista que guardo con cariño Padrón dijo lo que muchos otros pensaban y callaban: "Hay mujeres que en vez de un bisturí necesitan un psiquiatra". Dio en el clavo. No operar por operar. Eran otros tiempos. Hoy algunos se pelean por aumentar o disminuir una pecho.

Un día me dejó en su despacho mientras comprobaba la evolución de un niño de unos doce años que había intervenido. Desde ahí escuché un tranquilizador "todo está bien, ya a casita y pronto al cole". Sus padres aguardaban sus explicaciones. Finalizada la breve charla preguntaron agradecidos dónde tenían que pagar. "Fuera, a la enfermera", contestó.

Se trataba de una intervención reparadora de labio leporino, una deformación que no siendo de alta cirugía sí alteraba la vida social del pequeño. Las hábiles manos de Padrón trasplantaron tejido de la parte trasera de la oreja y repararon aquel labio. A la salida coincidí con los papás. Era gente modesta que habían hecho un esfuerzo económico para mejorar el físico del chico. Hablamos un poco y cuando les pregunté cómo estaban se emocionaron. Ese día comprobé de nuevo el ser humano excepcional que era aquel cirujano. Supe que solo no cobró la operación sino que pidió a un taxista que los llevara al aeropuerto y llegaran a casa, Gran Tarajal, lo más rápido posible. No sé bien por qué le recuerdo hoy; quizás porque hace unos días pasé por su consulta y recordé aquella escena. La última vez que lo vi iba en silla de ruedas y no me conoció. Había perdido la memoria.

Yo no, querido Juan y esos padres, tampoco.