Nadia jiménez: donde nadie nace ni muere

El libro ‘Dátiles por la vereda’ reúne impresiones de viajes a lo largo del planeta marcados por una visión ya no exploratoria sino vivencial

Nadia Jiménez con Ángel Sánchez en la presetación del libro. | | LA PROVINCIA/DLP

Nadia Jiménez con Ángel Sánchez en la presetación del libro. | | LA PROVINCIA/DLP / Juan Ezequiel Morales

Juan Ezequiel Morales

Nadia Jiménez Castro, volcada en la escritura a la cual trata con exquisitez y precisión, acaba de publicar un libro de impresiones de viajes a lo largo del planeta, Dátiles por la Vereda (Mercurio Editorial, 2022), relatando viajes reales, al estilo de Bartolomé de Las Casas, de Marco Polo o de Alexandra David-Néel, pero con una visión moral más laica y más del siglo XX y XXI, es decir, ya no exploratoria sino vivencial. Vamos directamente al capítulo de Miyajima, una isla sagrada de Japón en la que, se dice, nadie nace ni muere. Entre los citados anteriormente, los viajes duraban años, lo cual daba lugar a una evolución subjetiva del viajero, una transformación hacia la tolerancia, la observación y el desprejuiciamiento. Hay una frase hecha, que dice: el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando, porque el alma entiende, después de ver tantas diferencias y, también, tantas igualdades, que somos los mismos en todos los lados, solo que con etiquetas distintas.

Nadia Jiménez, ya no exploradora de los espacios, sino de las impresiones anímicas, tiene la neutralidad de ver en todos sus viajes lo eterno y humano de las cosas, seres y paisajes, y hasta lo que se acerca a lo transcendental, como es el caso de Miyajima. Primero introduce la leyenda japonesa que habla del hilo rojo del destino, el cual, atado al meñique de dos personas implica que ambas estarán destinadas a encontrarse, y así empieza y termina el relato en esta isla sagrada, con el hilo rojo, encontrándose consigo misma. Desde Tokio, pasando de largo por Hiroshima, se dirigió al barco, y zarpó a Miyajima, una isla en la que, por ser sagrada, nadie nace ni muere y, por tanto, no hay ni hospital de maternidad ni cementerio. Entra a través de la puerta sagrada, Torii, la famosa puerta en forma de la letra griega “pi”, que separa el espacio profano del espacio sagrado, una vez se cruza.

Tiene la neutralidad de ver lo eterno y humano de las cosas, seres y paisajes, y hasta lo que se acerca a lo trascendental

Dice Nadia: “Confieso haber mirado hacia atrás, más de una vez, a medida en que me adentraba en la isla… ¿Acaso me observaba a mí también? Seguro que sí. Mudo pero lleno de historias, acaso también las nuestras”. Esa mirada, como la de la mujer de Lot, en la que esta se convertía en una estatua de sal por haber visto el tremor de una explosión macro-hiroshímica, es en este caso de Nadia, una mirada hacia el pasado de la existencia, lo cual es muchísimo más espantoso, porque el pasado de la existencia humana se fue para siempre, y el espectro que mira lo sabe. Es el destino del humano. Es el “fatum” del humano. Todo se escapa para siempre jamás. Eso es mirar hacia atrás, un acto que petrifica, y entonces, como dándose cuenta, Nadia sigue: “El cielo estaba limpio, la vida sonreía, así que miré hacia adelante y enseguida vinieron a saludarme… No, no me había vuelto loca, lo que sucede es que quienes vienen a saludarte, son los ciervos y por decenas, que campan en libertad, como animales sagrados que se les considera”.

En la Tierra son esos arquetipos cervales los que representan lo extraordinario y milagroso de lo que nos espera a muchos al morir, un túnel donde, en vez de los ciervos, vienen a acoger al difunto una serie de seres humanos ya muertos que se prestan a ayudar al recién llegado, atravesada la Laguna Estigia, las aguas del olvido, que en los mitos griegos se describía como el destino final en manos de Hermes, donde estaba esperando Caronte con el barco que llevaba al Hades, un Caronte que no era desinteresado y cobraba por el servicio, pues en el cruce al transmundo encontramos todo tipo de divinidades pacíficas y airadas. Es así que Nadia, en esa isla casi purgatorial, previa al paraíso o el infierno, siente que “los parques parecen pertenecer al paraíso, directamente, y todo resulta apacible y te incita a la serenidad, a la reflexión más bien, y casi a la introspección profunda e íntima. Y todo ello sin saber muy bien por qué, pero así es”. Parecen los paseantes de Miyajima, dice Nadia, “paseantes por el tablero de la vida”, que es lo que son los humanos en términos transcendentales, después de nacer y antes de morir, el lapso que permite gozar y sufrir. Estos extraños encuentros con el destino final son con los que se da de frente en muchas ocasiones Nadia Jiménez, quien desde Pietrelcina a Medjugorje, pasando por otras decenas de lugares en los que la sacralidad se muestra, esconde bajo lo anecdótico el peso misterioso de la existencia.

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