Crónicas de un rompesuelas

La Lucrecia Borgia canaria ¿quién fue?

En el número 14 de Doctor Chil se produjo un envenenamiento, posiblemente inspirado en otro atribuido a la hija del último español en ocupar, legítimamente, la silla de San Pedro

Fachada del número 14 de la calle Doctor Chil, en Las Palmas de Gran Canaria. | |

Fachada del número 14 de la calle Doctor Chil, en Las Palmas de Gran Canaria. | | / José Carlos Guerra

El doce de marzo paseaba con un amigo mientras comentábamos el hecho de que aquel día se cumplía el 517 aniversario de la muerte de César Borgia, el cual se conmemora anualmente en la localidad navarra en la que yacen sus restos.

-A propósito de César Borgia –señaló mi acompañante–, vamos a pasar delante de una iglesia dedicada a su sobrino nieto san Francisco de Borja.

Entonces doblamos por la calle Doctor Chil y cuando llegamos a la altura del templo señaló la vivienda situada justo enfrente.

-Aquí vivía Mateo Martinón y Hernández, un santacrucero que sobre 1823 hubo de establecerse en esta ciudad como representante de la empresa comercial Martinón & Hermanos, trayendo consigo a su esposa, Isabel María de Páez y Rodríguez, e hijos.

Se trataba de una casa del siglo XVII, a todas luces deshabitada, cuya fachada reproduce los principales elementos de la arquitectura canaria tradicional: franjas de cantería enmarcando puerta y ventanas, con un curioso balcón de cuarterones y celosía.

-Cuatro años después, la noche del 27 de diciembre, murió con tan sólo treinta y cinco años, tras haber vomitado violentamente la cena en su dormitorio, lo cual despertó las sospechas de quienes señalaron que el difunto mostraba todos los síntomas de haber sido envenenado con arsénico. Pero por aquella época la toxicología estaba tan poco desarrollada que no había medios para demostrar un envenenamiento por dicha sustancia, que no en vano era conocida como el rey de los venenos.

-¿Qué lo elevó al trono de las ponzoñas? –pregunté.

-Dos grandes méritos: la facilidad con la que podía administrarse sin levantar suspicacias y que sus efectos fueran similares a los de una gastroenteritis.

-¿Entonces como averiguaron que no había sufrido una de tantas intoxicaciones alimentarias tan comunes en aquel entonces?

-Porque nada más oír los rumores, Manuel López, propietario de la botica del Pilar del Perro, actual calle Muro, declaró que dos semanas antes, su esposa había acudido a su establecimiento para entregarle una receta médica, tras lo cual pidió arsénico con la excusa de sufrir una plaga de ratones que estaban comiéndose los géneros más valiosos de su tienda. Pero en vez de retirar el letal pedido aquella misma tarde mandó a su criada, Josefa de León, a recogerlo.

-Evidentemente quería evitar sospechas –añadí.

-Seguramente, pero tras retirar el veneno, minuciosamente guardado dentro de un envoltorio de papel, y entregárselo a su señora, esta se lo dio a su otra criada, Bárbara Cerdeña, para que lo escondiera entre sus pechos.

-¡Menudo lugar para guardar un veneno!

-Por poco tiempo, porque luego vertió su contenido dentro de la taza de caldo de gallina que todas las noches servía al cabeza de familia.

-¿Pero por qué empleó arsénico como arma homicida?

-Porque con la Revolución Industrial ese elemento químico, que hasta entonces estaba reservado a los más ricos, se había vuelto tan abundante que hasta se vendía como raticida.

-¿Y su marido no se dio cuenta de que aquella noche el caldo sabía algo raro?

-No, porque el arsénico es insípido, tan sólo presenta un ligero olor a ajo y teniendo en cuenta que ese es el ingrediente estrella de nuestra gastronomía no extrañaba a nadie.

-¿Y qué ocurrió con la asesina y sus cómplices?

-Al ser detenidas, la dos criadas, que habían sido traídas desde Fuerteventura por el fallecido para el servicio de su casa, acusaron a su señora de ser la instigadora, pero de nada les sirvió, pues tras un lustro fueron condenadas a garrote vil mientras a ella tan sólo le cayó una pena de prisión en el hospicio situado en el Hospital de San Martín.

-¿Cómo es posible que la instigadora fuese enviada a la cárcel y sus cómplices al patíbulo?

-La justicia nunca ha sido la misma para los pobres que para los ricos y menos aún en el Antiguo Régimen. De hecho había tres tipos de garrote: el ordinario, empleado para los condenados pertenecientes al estado llano, el vil, que castigaba los delitos infamantes sin distinción de clase, y el noble, reservado a los aristócratas. Incluso la ceremonia que precedía cada uno era diferente. Los condenados a este último eran conducidos al cadalso montando un caballo ensillado, los de garrote ordinario una mula y los de garrote vil en burro, pero sentados al revés, es decir, mirando a la grupa. Aunque en los tres casos su llegada era anunciada de idéntica manera, con unos tambores cuyos parches habían sido aflojados para conseguir un sonido más sordo, por lo cual recibían el nombre de cajas destempladas.

-¿No me digas que de ahí viene la expresión ‘echar a alguien con cajas destempladas’?

Mi acompañante asintió con la cabeza antes de añadir:

-Pero en muchos casos lo peor venía después, porque los cadáveres eran sometidos a todo tipo de vejaciones.

-¿Por ejemplo?

-En el caso de estas dos criadas, sus restos fueron introducidos en un saco de cuero en el que figuraba pintado un perro, un gallo, una culebra y un simio que fue llevado a la orilla del mar donde permaneció hasta la puesta de sol, momento en el que se recogió para darles sepultura.

-¿Pero por qué el garrote en vez de otro método?

-Porque meses antes de dictarse sentencia, Fernando VII había decidido que sustituyese a la horca como instrumento de ejecución en todos sus dominios.

-Menuda salvajada.

-Pues si tomó esa decisión fue porque en aquel momento era mucho menos cruel que la horca, al causar una muerte más rápida.

-¡El garrote menos cruel! ¿Estás de broma?

-Es que la horca que conoces a través del cine no es la que entonces se empleaba. Los ahorcados sufrían una agónica muerte por estrangulamiento hasta que los ingleses tuvieron la brillante idea de añadir a los patíbulos una trampilla que se abría a los pies del ajusticiado para que al caer muriese rápidamente por fractura de cuello.

-Hablando de caídas, ¿cuántos años le cayeron a la viuda?

-Eso es lo de menos pues no llegó a cumplir su pena.

-¿Se la rebajaron por buena conducta?

-Más bien se la rebajó ella con sus malas artes.

-¿Qué fue lo que hizo?

-Ganarse la confianza de un guarda del hospicio que le facilitó la huida y una vez en libertad escapó a América para no volver jamás.

-¿Cómo Milady de Winter, la diabólica antagonista de Los tres mosqueteros que con una hábil mezcla de seducción física y manipulación psicológica persuadió a su carcelero?

-No había visto el parecido, pero pudo haber sido algo parecido.

-¿Y sus hijos?

-Mientras su madre estaba presa habían sido puestos bajo la custodia de sus abuelos maternos.

-No creo que sea casualidad que todo aquello ocurriera justo enfrente de una iglesia dedicada a san Francisco de Borja –exclamé–, sobrino nieto de Lucrecia Borgia, auténtica maestra en el noble arte del envenenamiento de quien se dice que en todo momento llevaba un anillo con una esmeralda hueca llena de veneno con el que emponzoñaba las bebidas y alimentos de sus víctimas sin que se dieran cuenta.

Al oírme decir aquello el interrogado pasó a interrogarme:

-¿Estás sugiriendo que Isabel de Páez se inspiró en la legendaria hija del papa Alejandro VI?

-¿Por qué no?, el Romanticismo, tan de moda a comienzos del XIX, sintió tanta fascinación por su figura que aquella misma década Víctor Hugo escribió una obra teatral sobre ella, Donizetti una ópera y Alejandro Dumas una novela. Además las dos guardan un gran parecido…

-¿Cuál?

-No olvides que se rumoreaba que el segundo marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón, muerto con tan solo dieciocho años, había sido envenenado por ella.

-¿Con qué?

-Con el veneno preferido de los Borgia, la cantarella o acquetta di Perugia, que mira tú por donde se obtiene mezclando vísceras de cerdo con arsénico.

Observando los escasos metros que separan la casa de la iglesia, era indudable que Isabel de Páez debía acudir frecuentemente a misa, aunque muy probablemente su santo epónimo le inspirase menos que su tía abuela.

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