Reflexión
La necesidad de la moderación y la empatía
La palabra odio tiene color de sangre seca. Suena a boca inyectada en horror como un grito de Munch perpetuo. Abandonarse al odio, por muy revestido de santa indignación o respuesta justa o reparación de un dolor de siglos que esté, que nadie reconoce que odia porque sí como un perro rabioso, significa miseria en el alma, castigo autoinfligido y abandono de toda esperanza. El odio huele a aliento putrefacto, a cieno, a habitación cerrada donde se han secado los excrementos de las ratas y donde se han podrido los cadáveres de murciélagos que entraron y nunca hallaron la salida. El odio es una masa de gusanos que bulle mientras devora el desperdicio tumefacto. Es muerte pero simula un organismo vivo que late en movimiento de burbujas asquerosamente letal y continuo pero fatalmente adictivo.
Muy a menudo el odio se camufla de miedo o se reviste de discurso racional que apela a la seguridad y a la protección de lo nuestro, cuando no, abandonado ya todo disimulo, se recurre a la historia, la pureza de la sangre, el territorio, las guerras perdidas de ayer, la patria, la lengua, y el dinero, sobre todo el dinero. El objeto del odio es siempre alguien, ya una persona sola, ya un pueblo o cualquier otro colectivo, hallado culpable y señalado como tal, merecedor de lapidación por sus pecados o por los de sus padres, en el que descargar las frustraciones que la vida proporciona. Y quien escupe su odio infecta e infesta de babas envenenadas allá donde alcanza su contaminada saliva. Un solo esputo de odio contagia más que cualquier virus, agarra a su víctima para no soltarla y la víctima, desconociendo que está enferma de muerte, se muestra convencida de la justicia de su causa, cargada de razones sin razón y ciega para todo lo que no sea el mal que la devora.
El discurso del odio envilece y envuelve a diario nuestras vidas. Combatámoslo con el arma de la moderación y la lucha constante por mantener la empatía con el otro. Ese otro, ser humano como nosotros y nuestros seres queridos, al que han pretendido despojar de sus atributos para empujarnos a rechazarlo.
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