Opinión | Un carrusel vacío

Cómo suponer cuerpos

Cómo suponer cuerpos

Cómo suponer cuerpos / La Provincia

En su ensayo ‘Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención’, Jenny Odell sugiere que, al interactuar con alguien a través de cualquier plataforma cibernética, nos imaginemos el cuerpo que hay detrás de la otra pantalla. Lo propone como forma de no dejar que nuestra mente se asiente libremente en el sillón que solemos darle cuando nos relacionamos por escrito: la otra persona es texto que surge ante mí, un estímulo que me llega y por lo tanto es mío, su avatar o su nombre de usuario o solo aquello que decide compartir porque le da la gana.

El libro de Jenny Odell cuestiona lo que las redes sociales hacen con nuestro tiempo y nuestra necesidad de presencia. Plantea que el constante “yo estoy aquí” (en el sillón-avatar, de hecho) nos roba tiempo para la contemplación, para la vida, y además nos deshumaniza y nos hace entendernos un poco como entes que viven por encima de nosotras e importan más que nosotras: el cuerpo, el físicamente soy esta rosquita enroscada, es privado e inenarrable. El yo virtual, el voy moldeando esta imagen como quien da forma a un pan y si dejo amasar durante un rato el pan se desinfla y ya no es que me olviden, es que ni siquiera existo, y todas las horas que paso despierta las paso disponible porque si soy este ente en mi móvil cómo va a concebirse que me despegue de él y me pierda algo… el yo virtual, como decía, es público y no tiene secretos. Sucede en el hacerse ver.

En la entrevista a Sara Mesa en ‘Reinas del grito’, el podcast de Blackie Books dirigido y conducido por Desirée de Fez, también se menciona una cuestión que me resulta muy interesante. Desirée de Fez plantea que la facilidad de acceso no implica disponibilidad. Que la interfaz haga sencillo llamarme, enviarme un mensaje, y que me haga fácil a mí físicamente coger la llamada, responder el mensaje, no quiere decir que no haya más factores que intercedan en si puedo, quiero, debo, necesito, espero, hablar. Soy un cuerpo. No una ventanita de chat agazapada todo el día. Cuando me enredo a chatear con alguna amiga, son mis manos las que teclean, soy yo quien está parada en medio de la calle enralada que no me puedo creer lo que me estás contando que te echo de menos que menos mal que tenemos esta ventana porque vivimos lejos y así eres parte de mi día a día que qué quieres comer hoy que tengo un hambre que te cagas.

Ni el ensayo de Jenny Odell ni la opinión de Desirée de Fez son antitecnológicas. Lo que estoy diciendo yo, por supuesto, tampoco. Cuando era adolescente, la mitad de mis mejores amigas eran personas cuyo cuerpo no conocía ni llegué a conocer. Jamás les pude acariciar los nudillos. Con mis otras mejores amigas tenía una relación medio en persona medio virtual, pues nos meábamos de la risa en los pasillos del instituto pero luego llegábamos a casa y nos dedicábamos a hablar por messenger y era otro registro, lo escrito era para las confesiones, la vulnerabilidad, el soltarnos a la cara (sí, a la cara) que nos queríamos. Lo que recuerdo de esa etapa es, precisamente, intentar emular el cuerpo en ese espacio. Encontrarle virtudes al espacio del chat e intentar crear una experiencia completa: leo tus mensajes, para ello dame una forma de hablar, una costumbre de hablar, que me permita imaginarte toda doblada en tu silla de escritorio, saberte imperfecta y temperatura, vamos a emular tus carcajadas de cochino, vamos a emular.

No, no es en contra de la maravilla de tener un móvil y poder llevar, gracias a él, a tus amigas en el bolsillo. Es contra la idea de que podemos llevar a nuestras amigas en el bolsillo. De que están ahí de verdad metidas y no son seres completos y cansados y que necesitan tiempo juntas y tiempo separadas, que se despistan y a veces tienen derecho incluso a rehuir. También contra la idea de que las personas con las que discutimos por redes no tienen piel sobre la que les duele, que reírse de alguien que es una cara en la pantalla es inofensivo, que no debemos ser tan responsables como cuando le chillamos a una oreja.

Querer a alguien, llevo días pensándolo, es también suponer y aceptar que tiene cuerpo. El amor honesto y tranquilo parte muchas veces de: querría estar todo el día contigo, pero entiendo que eso no es sostenible para un cuerpo, que hay que descansar, la garganta duele si se susurra demasiado rato, la individualidad necesita pausa, la vida necesita estructuras, la energía se agota y querer a alguien es la seguridad de no somos menos paraíso si a veces tenemos que parar para echarnos crema antisol. Cibernéticamente, pues también. Somos la misma carne.

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