Opinión | Retiro lo escrito

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Ya no basta con que el turismo disfrute del sol y la playa: los suben al monte para que practiquen paseos melancólicos, incluso los llevan al Parque Nacional del Teide

Acceso al Teide.

Acceso al Teide.

El hombre, un empleado de unos cuarenta y cinco años, torturada clase media, matrimonio con una mujer de su edad maestra de escuela, con dos hijos, un coche de gama discreta, decide que ese domingo, que todavía hace fresco e incluso chispea un poco, se irán a Las Raíces. Treinta y cinco años atrás sus padres le llevaban mucho a Las Raíces o a Las Lagunetas. Eran excusiones a las que a menudo se sumaban otros familiares y amigos. Los pibes jugaban en el monte, los adultos hablaban, cantaban o guitarreaban, se asaban unas chuletas y aparecía una bandeja de dulces, siempre había un par de botellas de vino, cocacola y fantanaranja, y así hasta el atardecer. Cuando se comenzaba a poner el sol y pegaba el frío era la hora de irse. Para ese hombre que está ligeramente cansado, que ha conseguido milagrosamente no perder el curro en las sucesivas crisis de los últimos lustros, que todavía puede pagar sin excesivas angustias la hipoteca, el recuerdo de esos domingos en Las Raíces, en Las Lagunetas, forma parte de lo mejor de su infancia: la emoción de los juegos, las risas de sus padres, los chistes del abuelo, los disparates de esa tía media loca, el profundo olor del monte verde y un conejo saltando a su lado y una vez, chas, que les granizó encima. Esas maravillosas trivialidades también son él. Lo recuerda de tarde en tarde, y a veces lo hace con una sonrisa y otras con un rictus de tristeza por todo lo inevitablemente perdido. Por eso, queriendo unir, como intenta hacer todo el mundo, el presente como el pasado, la memoria con la esperanza, su mundo con el de sus hijos, coge el coche y los lleva a Las Raíces, o a Las Lagunetas, para pasar el día.

Ocurre, sin embargo, que llegar a sus lugares favoritos de Las Raíces resulta cada vez más difícil. Es incapaz de recordar exactamente cuándo empezó lo imposible. ¿Hace tres o cuatro años? ¿Cinco o seis, tal vez siete? Ha pasado que jamás se han vendido tantos vehículos como inmediatamente antes e inmediatamente después de la pandemia y muy pronto, si sigue este ritmo, alcanzaremos el cociente de un vehículo por habitante. Ha pasado que aunque el crecimiento vegetativo de la población canaria es negativo todos los años muchos miles de europeos y de hispanoamericanos – solo un pequeño porcentaje de africanos – se instalan en Canarias y la convierten en su residencia. Ha pasado que atendiendo a un llamado absolutamente idiota ya no basta con que el turismo disfrute del sol y la playa: los suben al monte para que practiquen paseos melancólicos, incluso los llevan al Parque Nacional del Teide y un inmenso ejército de hormigas se despliega mañana y tarde por el valle Ucanca reventando las papeleras de basura. Y algo así tiene que lidiar el hombre en estos momentos. De repente las conversaciones en el coche se esfuman porque antes incluso de llegar a Las Lagunetas una cola interminable le obliga a detener el vehículo cada diez metros. Y a los pocos minutos cada cinco metros. Y no mucho más allá se paran todos los automóviles. Un verdadero atasco. La mayor parte, en efecto, son coches, pero también están detenidas varias guaguas pequeñas repletas de turistas que se ponen a hacer fotos desde las ventanillas del vehículo. Inmovilidad total. Cae una posma ligerísima. Alguien chilla que alguien llame a la policía. No tardan en oírse bocinazos imperativos e inútiles. Las Lagunetas ya no existen. Lo único que existe es la jodida carretera atascada, y la posma que cae sin parar aunque apenas empapa el suelo, y más chillidos pidiendo que llegue ya la policía, y los turistas que alborontan en la guagua. Entonces el hombre baja del coche con el rostro crispado, se dirige a la cuneta y empieza a pegarle patadas furiosamente a un bidón de basura de plástico negro y la patea cada vez más fuerte porque ese hombre piensa, intuye, rabia que ya nunca más llegará a Las Lagunetas, que sus recuerdos están siendo destruidos, que le han quitado algo enteramente suyo, de su familia, de su vida. Lo miré horrorizado mientras se intensificaba la lluvia, pateando agotado su propia memoria irrecuperable, golpeando un futuro atascado para siempre jamás.

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