Opinión | Risas y fiestas

Mary Sue

Mary Sue

Mary Sue / La Provincia.

Querer hacerlo todo bien. Si no, nuestro valor disminuye, nuestro valor, que es como una etiquetita que llevamos colgando del cuello y reza: esta persona es una buena persona y ante cualquier enigma moral respondería, a la primera, la mejor opción. Siempre tiene las mejores palabras para las demás y los mejores pensamientos le revolotean siempre por una cabeza que, no se equivoquen, fabrica los pensamientos de forma automática como todas las cabezas, solo que la suya lo hace siempre siempre para bien. Ni egoísmo, ni rabia, ni insultos repentinos, ni brutalidades secretas inconfesables que hinchan los dedos, ay.

Nos exigimos eso como quien espera de sí que el estornudo que se empieza a explotar (bengalas sobre una tarta de cumple) dentro de la nariz en público no acabe sacando sus mechas, que no le se note ni le reviente el cerebro por contenerlo así. Nos hacemos mucho daño con esa represión. Igual que temo lo que siempre me han advertido de aguantarse el achús (algo te va a dar algo se te puede poner malo no sé muy bien el qué pero lo advierte todo el mundo es demasiada presión ahí metida, contrafuerza), me aterra que mi autocensura de mis maldades, de mis dolores tantas veces, acabe conmigo de alguna manera. ¿Saben qué es lo peor de todo? Que a veces, con las yemitas quemadas por el fuego del vaso de cortado, o con una gilda picona en la boca, alentada, en fin, por el calor, alguna amiga me cuenta alguna mala decisión o algún mal sentimiento repentino y yo lo que hago es asentir y ponerle la mano en la mano (para alentarla con el calor, de nuevo) y jurarle que no, no me parece horrible, más bien es natural, más bien es humana, más bien por ser humana la quiero.

Es común, creo. Queremos ser perfectas, pero no queremos condenar a las demás a tener que ser perfectas. Sus reacciones automáticas están bien, y disfrutamos incluso del relato de esas aristas, pues nos habla de la vida y sus cosas, de llagas con paraguas de pus y del tiempo, el tiempo que nos hace mejores a base de lidiar con las consecuencias de no serlo siempre.

Veo Baby Reindeer, la miniserie escrita y protagonizada por Richard Gadd para Netflix, justo con esa sensación. La serie (autobiográfica, por cierto) trata sobre un cómico, Donny Dunn, que es acosado durante dos años por una mujer llamada Martha Scott. La ruptura de expectativas es común en todas las críticas: verla iba a ser las risas y de pronto esa aspereza como de hierro ferrujiento arrastrado por la superficie de la lengua. Lo duro no es solo lo que sucede en la serie, sino ver cómo el protagonista toma todo el rato decisiones que le hacen daño y se sumerge en un pegoste de víctima que arrastra consigo una oscuridad, que busca en ocasiones el dolor, que se deja arrastrar por sus peores sentimientos y pensamientos. La serie explora la ambigüedad de las situaciones de violencia. También explora la ambigüedad de las personas que cargan con dolores, es decir, de las personas en general, porque todas.

Ese personaje «imperfecto» (bueno, sí, imperfecto: el opuesto a la perfección a la que nos obligamos cuando queremos ser «seres de luz») me hace recordar un término que me gusta muchísimo. En el mundo del fanfiction (ficciones creadas por fans que toman como punto de partida algún libro, alguna serie, a alguna persona famosa…), se llama «Mary Sue» a los personajes que son tan competentes y buenos que resultan inverosímiles. Normalmente, las «Mary Sue» suelen parecerse mucho a sus autoras, ser una especie de representación suya que de repente puede entrar en ese universo adorado de ese libro adorado que les salvó de la realidad. Por eso, porque se exigen su moralidad de neón blanco que se vea desde lejos que se palpe incluso que se pueda probar con la lengua, estos personajes no pueden fallar en nada, y por eso los fics protagonizados por una «Mary Sue» suelen ser criticados y tener poco éxito: no son creíbles, se sienten planos, no hay profundidad ninguna.

Lo que engancha de verdad de Baby Reindeer, de los libros de Sara Mesa, de los de Sabina Urraca, de lo que se les venga a la cabeza… es la humanidad de fallar, su carne. Quizá no de fallar, sino de decidir movidas por todo lo que atraviesa un cuerpo, por la complejidad de una existencia que nos lanza constantemente estímulos y nos llena de ciscos pegajosos y nos coloca, sí, malos pensamientos. Malas ideas y malas emociones. Reprimirlos solo nos lleva a no estudiarlos. No conocerlos y, por lo tanto, no controlar cómo se reflejan en nuestras acciones. Negar la maldad es dejarla libre.

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