El barranco de Las Vacas, al horno

Turistas y locales se adentran en el afamado cañón a pesar de superar los 40 grados centígrados

Muchos llegan de lugares de origen con temperaturas aún más altas

Juanjo Jiménez

Juanjo Jiménez

A pesar de que Agüimes alcanzaba el podio de más altas temperaturas en el archipiélago canario, aún quedaban valientes para explorar la localidad a más de 40 grados centígrados, como los que se adentraban en el barranco de Las Vacas para turistiar o subir una foto al Instagram, revelándose el famoso cañón como una ONU de visitantes llegados de todas las -ardientes-, partes del mundo.

Son las doce del mediodía en la cota cero de Agüimes, a ras del mar de Arinaga y de sus aerogeneradores, que a esa hora giran disparados por la potente velocidad del viento. En el termómetro pone 32 grados centígrados.

Es un paisaje fundamentalmente canelo, de arena volando y polvo en suspensión pero, con todo, aún ‘fresco’ con lo que se promete algo más arriba, junto al área recreativa de El Milano, en la parte alta del pueblo de Agüimes, y que ya durante la mañana de este viernes se colocaba como candidata a marcar la máxima de Canarias rozando los 40 grados, una anotación que, no obstante, sería fulminada pocas horas después por la estación meteorológica de Maspalomas, con unos muy sorprendentes 45,1 grados centígrados.

Atravesando La Goleta para ascender a Agüimes, cada pocos cientos de metros se sube un grado, de forma que para cuando se dejan atrás Pie de la Cuesta y a los lagartos que decoran las primeras curvas de ascenso a la villa, se va calentando el aire con velocidad de microondas.

El barranco de Las Vacas, al horno

El barranco de Las Vacas, al horno / Juanjo Jiménez

Con las primeras casas, justo donde el mirador de Las Crucitas, el termómetro está pensando si quedarse en 39 o pasar ya directamente a 40. Pero cuando ya se enfila la carretera hacia Temisas se planta en los 41. El paisaje que se abre desde los primeros kilómetros de la vía hacia abajo es similar a lo que ve un queque hacia fuera desde el interior de un horno. Un mundo turbio que parece tililar y en que no se ve mucho más allá de la cristalera del fogón, si acaso el espectro del repostero.

Ahora sí que hace un fuego del carajo. Si se baja la ventanilla para otear el qué está pasando, se cuela un aire de secador. Y si para en un resquicio de la carretera, se observa la nada. Ni un cernícalo, ni un pájaro mosquitero. Lo único que vuela son los aviones que toman tierra, mucha tierra, allá a lo muy lejos, en el aeropuerto de Gran Canaria, que apenas se intuyen llegar para posarse en la bahía de Gando, e insectos indefinidos que pasan -zummmmm-, al lado de la oreja con el escape libre. Un buen sitio para rodar una nueva entrega de Dune.

El barranco de Las Vacas, al horno

El barranco de Las Vacas, al horno / Juanjo Jiménez

De nuevo en marcha, en apenas un par de kilómetros la temperatura ya se pone a 42 grados centígrados, y lo hace justo en el puente viejo del barranco de Las Vacas, donde, a pesar de la fosnalla, hay una decena larga de coches aparcados en la propia vía.

Bajan y suben personas, las que arriban más rojas que las que bajan, en un escenario en el que hasta las tabaibas andan momias. Por ahí van, en chanclas y esclavas, al llamado de Instagram. Y los más preparados, con una botella de agua de a litro, como ocurre con Jessica Martínez y Sergio Ortiz, de Galicia, y que confiesa, al menos ella, que se lo pensó dos veces antes de entrar a las entrañas del barranco, a esas horas, un pasillo hirviente pero habitado. De la botella, en un par de minutos, queda el fondo, que es cuando asoman en un quiebro de esta suerte de Cañón del Colorado de a medio centenar de metros, Federico Taboga, Javier Lucci y Néstor Torre, de Santa Fe, Argentina. Y no, resulta que para ellos no es calor. En sus nuevos veranos alcanzan los 45 grados, con una humedad tremenda. «Y ahora es invierno y estamos a 35 grados», corroborando que el disloque climático da la vuelta al globo, es más, y desastrando al globo. Néstor, que se dedica al sector agropecuario, pone cifras, ahí sin camisa ya del calor, con un invierno «totalmente anormal, con un 16 de agosto -invierno austral- marcando 36 grados», y sufriendo «la peor sequía desde que hay datos», reventando todas las expectativas después de ver reducida en un 80 por ciento la producción de soja de todo el país.

El barranco de Las Vacas, al horno

El barranco de Las Vacas, al horno / Juanjo Jiménez

Y más agua embotellada. Diana Kraft y su compañero Hassan, de la localidad alemana de Singen, del estado de Baden-Wurtemberg se hidratan a conciencia mientras él se queja de aquello en Google se veía grandísimo y ahora él lo ve «bonito pero pequeñito”, explica bermejo como un tomate.

Suma y siguen personas rián para arriba, rián para abajo, mientras los termómetros siguen escalando rayitas. Ahora va la cosa por los 44 grados en el exterior, porque a pesar de que este instagrameable barranco de Las Vacas, que hasta que no saltó en redes dormitaba en la paz de los justos, está a punto de reboso, ofrece hasta su corriente de aire, en según que quiebros, por ejemplo en el que se ha posado la familia Gutiérrez, compuesta por dos pablos, y Silvia y Pepe. Son de Santa Cristina, Huelva, y como tales, vienen vacunados de sofocos.

El barranco de Las Vacas, al horno

El barranco de Las Vacas, al horno / Juanjo Jiménez

Dice Pepe con retranca que acaba de llamar a su casa en Andalucía, «y han muerto mil personas, y que ni los coches arrancan». Ellos, vista la inversión térmica, ahora tirarán para Guayadeque, a comer en el fresco de una cueva, tras una experiencia también calorífica en el mirador de La Aldea de San Nicolás, el que da a la trasera de la cola del dragón. «Allí murieron otros tres. No queda nada».

Horneados por arriba y por abajo es momento de salir de la huronera. Se desanda el camino, que tampoco es tanto, y se sube la última polvorienta colina. Hay que agarrarse a un metálico guardamiedos..., que arde. Quizá no supere la prueba del huevo frito, pero si la del huevo sancochado.

De vuelta a la costa, el termómetro hace un camino a la inversa, no si tocar pico a primeras horas de la tarde en los 44 grados, la tercera máxima del archipiélago canario.

De ahí el refugio de Playa de Arinaga, un oasis de la mar océana, con miles de personas disfrutando de una generosa brisa y un mar que tras el ocre de Las Vacas parece más azul que nunca, y refugiado de los alisios que cada vez soplan con mas fuerzas.

Bajo la sombra de un laurel que aún no llega a adolescente, se asocan los tres hermanos Vega, de Ingenio, huyendo de los 36 grados que hacía en su localidad antes de la raya del mediodía, y disfrutando de la compañía de uno de sus hijos, Samuel, ahí dándole a un bote de aceitunas tan ricamente.

Y en el bar de la esquina de la calle Sal con la avenida de Los Pescadores, es decir, en La Universidad, con un balde con hielo y cervezas, están Gladis Cabrera y Pilar Santana, «que ya vamos por el tercer curso», es decir, a curso por cerveza, en el «mejor sitio de todo Arinaga». Un sitio estudiado con tino. No obstante, en esa confluencia de vientos entre el airote que sale de la calle Sal y el que viene cargado del salitre de la marea, se crea un espectacular rebumbio aerodinámico a estudiar por la meteorología del siglo XXi, en el que la calor parece haber entrado en una nueva dimensión.

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