Si uno echa una ojeada a lo que proponen, a lo que venden, en rigor las restantes candidatas españolas a capital cultural europea en 2016 inmediatamente queda preso de una sorprendente indistinción. Es desde luego llamativo que suceda tratándose de capitales como Córdoba o San Sebastián, e incluso Alcalá de Henares, cuyas significaciones -el caso de estar bien elaboradas- no sólo son profundas, fantasmáticas, sino sobre todo radicalmente distintas entre sí.

La dimensión arábigo-andaluza de la segunda en lo que tiene de rearticulación del diálogo con el mundo musulmán (tan necesario como abiertamente imposible, alterado, subvertido por décadas tras la primera guerra de Irak y el 11-S) suena espectacular. La representación de un nueva lógica entre lo particular y lo universal que la cuestión vasca en el seno de Europa puede ser representada -quizás en exclusiva, tal vez Bilbao, no sé si logró ir más allá del marketing urbano...- por la elitista, elegantísima, decadentistamente burguesa, cinéfila de primera línea y cosmopolita San Sebastián no parece poco. Ni aun políticamente inconveniente. La identidad como una construcción siempre provisional e incompleta, que nunca se clausura sobre si salvo matando el deseo, volviéndose cosa, estatua de sal... Europa mantiene aún sustancialmente impensados los Balcanes. Y lo vasco podría ser lo nuevo, el camino felizmente inverso tras haberse visto Sarajevo.

O, por último, la pertinencia simbólica de Alcalá de Henares -la cuna del castellano- en lo que ésta puede representar de semblante para los desafíos y enigmas de la emergencia del español y las culturas hispánicas en el mundo, claro que sobre todo de la mano de las nuevas potencias latinoamericanas (Brasil, México, Argentina, todas ellas miembros -permanentes- del famoso G20) no es un capítulo cualquiera. Quizás sea el momento de dirimir porque el español, que como todo lenguaje es un modo de organizar el pensamiento, fue ganado por la literatura y la religión, para bien y para mal y, por lo tanto, marginal y periférico al propio proyecto moderno, hoy bastante discutido.

De las demás candidatas apenas habría que decir. Muchas de ellas son bellas, incluso maravillosas. Todas son una magnífica representación de una nueva generación de españoles, la de la reinserción o normalización europea. Pero por alguna razón, quizás por que falta sedimentar eso aún, se muestran como mera invocación de blasones e insignias, la infancia de algunos conquistadores de Las Américas... Queda que esa generación tome el mando y cambie todo de raíz.

Y sin embargo, ni una sola de las anteriores representaciones alcanza la radical y oportuna singularidad de Las Palmas de Gran Canaria para significar la nueva Europa. Son aún demasiado internas a lo dado. La dislocación de la lógica centro-periferia, el sincretismo multicultural como categoría social polémica de la época, el carácter extimo (exterior e íntimo) que todo borde tiene respecto a un eje que es siempre agrietado por todo lo ajeno que lo excede pero que, a la vez, lo crea o constituye. Todo eso es Las Palmas, un europeísmo ultramarino desde donde la nueva Europa de la era global, la Europa preñada por un exterior cultural, racial, ese vendaval, puede ser pensada al tiempo que con ello se va pensando también Las Palmas.