En mi casa, cuando éramos pequeños, salía mucho a relucir Sebastopol como sinónimo de algo que quedaba muy lejos. Sebastopol no era un lugar real, en fin, sino un espacio mítico, como Babia ("estás en Babia"). Yo creo que es un acierto llamarse Sebastopol porque una vez que escuchas ese nombre no lo olvidas jamás. Pues bien, resulta que Sebastopol está ahí al lado, en la península de Crimea. Da gusto ver en el mapa lo que solo se encontraba en la imaginación. Los mapas constituyen una de las representaciones de la realidad más poderosas de todas las existentes. De hecho, cuando se produce una discrepancia entre nuestra percepción de la realidad y el mapa, solemos darle la razón al mapa.

-Aquí, según el mapa, debería haber un río y no lo veo por ningún sitio.

-Se habrá secado, tú sigue en esa dirección.

A veces, seguir en esa dirección significa la muerte. No hace mucho en las afueras de Madrid, un individuo con una fe ciega en el mapa de su navegador digital se precipitó con el coche en un pantano. Se ahogó, claro. Quizá debajo del agua siguió obedeciendo las instrucciones del aparato. Quién sabe si el chisme, advirtiendo lo sucedido, le dijo aquello de "Ha llegado a su destino". En la medida en la que todos tenemos que morir, la información era cierta. Recuerden aquella frase célebre de Groucho Marx:

-¿Va a fiarse usted de lo que le digo yo o de lo que le dicen sus ojos?

Es evidente que nos fiamos más de lo que nos dicen los mapas. Los gráficos son, a su manera, mapas. Por eso gozan de tanta credibilidad. Las diferencias entre lo que muestran los gráficos que blande el Gobierno acerca de la situación económica y lo que nuestros ojos ven son apabullantes. Pero el Gobierno ha tomado el modelo de los navegadores de los coches y no hace más que repetirnos que giremos a la derecha. Y ahí estamos todos, girando a la derecha. Quizá, pretendiendo llegar a Bilbao, acabemos en Sebastopol. Un regreso a la infancia, donde las palabras eran casi el único juguete.