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reflexión

La ira de los dioses

Soy muy poco dado a las creencias. Apenas he creído, si acaso, en la mirada cómplice de mi perro, en el abrazo de los pocos hermanos electos que el destino trajo hasta mi puerta, en la mano que sujeta la mía cuando caminamos, ella sabe de quién hablo. Todo o casi todo lo demás lo he puesto siempre en duda por ese afán mío de entender el mundo, como si fuese posible, y por mi certeza de que todo es mutable, móvil, cambiante.

En todas las épocas ha habido dioses únicos y verdaderos a los que se debía rendir el culto exigido. Sin irnos muy lejos, hace dos mil años, década arriba, década abajo, Willy Toledo hubiese sido igualmente puesto ante la justicia si le hubiese dado por cagarse en Júpiter Tonante y en la fértil Ops, su menos famosa madre (aunque su nombre sea la raíz etimológica de "opus", las vueltas que da la lengua). Sin embargo, de haberlo hecho hoy nadie hubiese alegado que se sentía ofendido en sus sentimientos religiosos y le hubiera llevado al juzgado por blasfemo.

La libertad de expresión debe incluir la grosería, por más que sea desagradable, barriobajera, maleducada y chillona, adjetivos que parecen una descripción de ese cómico que no tiene la menor gracia. Pero por poca gracia que ten-ga o nos haga el tal Toledo, no podemos quemarlo en la simbólica hoguera de los herejes por el absurdo hecho de decir unas cuantas palabrotas que dentro de un par de milenios, teniendo en cuenta nuestro ritmo de olvido y desengaño, no molestarán a nadie porque ya para entonces tendremos otro dios único y verdadero, o tal vez ninguno y los humanos seamos por fin libres de aceptar nuestra soledad, nuestra majestuosa soledad ante el vacío.

Para que Toledo o cualquier otro no ofenda los sentimientos religiosos de alguien es suficiente con que ese alguien no le escuche, que le ignore, como han hecho los dioses con los humanos a lo largo de la historia. Todos los días, en todas las tabernas, campos de labor, granjas, talleres, oficinas, ministerios y prostíbulos se maldice y se blasfema porque uno se queda muy a gusto cuando suelta una retahíla de malsonancias bien despachadas. Pero eso no es motivo, no lo ha sido nunca, para que la ira de los dioses recaiga sobre nosotros, aunque, echando un ojo al retrovisor, que es siempre aconsejable, sea fácil comprobar que siempre ha sido muchísimo más temible la ira de los creyentes que la ira de los dioses.

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